La mapahuira es la primera sorpresa que me espera en el Mercado Central de Ambato. Es el resultado del proceso de preparación de la manteca de chancho, la grasa de referencia en buena parte del recetario tradicional de la sierra ecuatoriana. La encuentro blanca, fresca y de apariencia cremosa, llenando en un barreño en uno de los primeros puestos del mercado. Otro recipiente gemelo contiene al lado una versión oscura de la misma manteca. Pregunto y me hablan de la mapahuira con la que la mezclaron, que viene a ser los restos de carne desmenuzada que resultan al trabajar los tocinos. Unos días después, Catalina Córdova me enseña a sacar la manteca en su casa de Cuenca. Trocea la capa de grasa que hay entre la piel y la veta de carne de la panceta, la pone al fuego con un poco de agua y la va presionando mientras hierve, en un proceso que apenas dura quince minutos. Al final resultan tres productos: grasa, pequeños torreznos y un fondo de impurezas. Retirados los torreznos y filtrada la grasa, las impurezas que quedan en el colador son la mapahuira.
La primera vez que la probé fue en un comedor de Cuenca, rodeando el mote con el que la habían salteado. Me sorprendió el sabor profundo, serio y consistente, como a plato de matanza del chancho, y pensé que habían mezclado ese mote con morcilla de sangre. De vuelta a Ambato, cruce comercial de la sierra, a dos horas de carretera de Quito, llego al puesto de La Ñata, en la planta alta del mercado. También sirven mote con mapahuira, pero no es igual al que probé en Cuenca, ni al de ninguna otra vendedora del mercado; llega en forma de virutas salpicando la superficie del mote. A La Ñata le cuesta explicarme como lo hace, es su pequeño secreto, pero al final acepta contarme el proceso y los pasos. Resumiendo, ha deshidratado la mapahuira hasta convertirla en la versión porcina del dashi. Todo un descubrimiento de largo recorrido. El puesto de La Ñata se complementa con el de hornado de Piedad. Una vende el chancho asado y la otra sirve el complemento del mote. Piedad es una veterana y ha conocido tiempos mejores, cuando llegaba al puesto casi de amanecida, con un chancho entero recién asado, con la piel crujiente y fina cubriendo la carne. Hoy solo asa una pierna al día; el cambio en la forma de vida de esta ciudad serrana también trastoca los ritmos del mercado.
Hago el recorrido con Ana Sánchez, cocinera local a domicilio, que tiene en este mercado casi periférico uno de sus principales terrenos de juego. Todos la conocen, la saludan y la besan. Es una tremenda oportunidad para probar y saber de productos que me resultan nuevos. Hace tiempo que la oca pasó al apartado de los viejos conocidos, pero la que venden y me dan a probar en un puesto instalado en la acera, a un costado de la entrada, vuelve a abrir la puerta a la sorpresa. La oca, un tubérculo andino alargado, rugoso y blanquecino, casi igual a la mashua si no fuera por el color, se aparece aquí como nunca lo había probado. Lo han dejado un mes al sol, dándole la vuelta de cuando en cuando, para ‘saltearlo’ por igual, como dice la seño del puesto. El resultado es un bocado emocionante; cálido, tierno y jugoso. Me hubiera comido una docena.
Y luego está el babaco, que me presentan como resultado del cruce de dos variedades de papaya, el chamburo, también llamado papaya arequipeña en Perú, y el toronche. Es grande, amarillento, con estrías muy marcadas y un aroma profundo y envolvente. Compro uno por un dólar cincuenta, pero andamos de rodaje y lo acabo perdiendo de vista; cayó en almuerzo ajeno. Recupero el rastro dís después, en el mercado de Paute, cera de Cuenca.