24 horas

La estrella de mi sueño se aparece vestida con un delantal blanco. También lleva un gorrito inmaculado que, la verdad, no le queda muy bien y sujeta dos anticuchos con la mano izquierda. Es la primera vez que invoco una anticuchera en plena noche y todo se maneja a favor de corriente: ella coquetea, muestra un cierto brillo en los ojos y los anticuchos dejan sentir su aroma, convirtiendo mi fantasía en el escenario de una película de Rosellini. Realismo extremo. Sonrío satisfecho y espero que todo siga su curso, pero los olores empiezan a pesar más de la cuenta. La grasa quemada, la carne tostada, las especias y el carbón lo inundan todo, a veces ordenadamente y otras en un guirigay aromático. La anticuchera continúa ahí, pero la siento alejarse. Grito, pidiendo que al menos se quite el gorro, para reconducir la quimera de esta noche, pero es en vano. Ni modo. No se quita nada. ¿Por será que los sueños nunca obedecen a sus legítimos propietarios?

La anticuchera sigue con el gorro y el delantal, acumulando palitos de anticucho en las dos manos. Ha llegado el momento de elegir: la anticuchera, los anticuchos o la hamburguesa que asoma al fondo. Una de tres. La experiencia enseña que lo mejor es concentrase en una sola tarea. Lo intento, pero la imagen se pierde mientras un extraño griterío invade mi noche. No hay tiempo para más. Las voces crecen y el olor se hace más intenso. Ya estoy despierto, pero una parte del sueño continúa vivo a mi alrededor. Abro los ojos y miro el reloj. Casi las cuatro. Me desvelo por completo y consigo asentarme en la realidad: los olores vienen de las parrillas del Pits y los gritos son fruto del encuentro de sus clientes con los del Glotons. Es la historia de cada día cuando vives a 100 metros de dos restaurantes con licencia para abrir 24 horas al día, siete días por semana, 365 días al año. Vuelvo a cerrar los ojos, intentando recuperar la historia, pero mi anticuchera marchó para siempre. Prendo una vela mental a media docena de santos, un par de beatos y tres maestros del psicoanálisis, por si tienen a bien devolvérmela mañana por la noche y me levanto. Siento nauseas; parece que en el Pits se les ha vuelto a ir la mano con la grasa.

Esta madrugada los gritos son bien bravos. Una chica nos explica su mala semana entre alaridos: a los que llenan las mesas del Glotons y a los que comen, con la bandejita colgada de la puerta, en los veinte autos cuadrados calle abajo del Pits, (¿no echamos a Grimanesa de la calle porque Miraflores prohíbe la venta callejera de comida? ¿en qué quedamos?). Algún vecino debió cruzarse recientemente en su camino y también se lo hace saber. Unos minutos después suena una sirena. Llegó el serenazgo. La joven sigue gritando. El auto activa los parlantes. Ella y los serenos levantan la voz hasta que la conversación cubre el espectro sonoro de cinco cuadras. A nadie le preocupa. Bienvenidos a Miraflores, el distrito que no descansa.

Ayer fue un borracho buscando su autoestima, el otro día seis españoles cantándole a no sé que parte de su tierra, el anterior tres dj compitiendo por imponer su música desde sus camionetas, mientras en el interior agotan el último whisky y los restos de lo que mercaron para romper la noche… Entre tanto, Miraflores pone trabas a los negocios que cierran a las 12 y guardan sus ruidos dentro del local. Como si Gloton’s, Pits y compañía fueran parte de un ecosistema urbano que la municipalidad decidió proteger por encima de todo. Divina coherencia.

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