Vida y cocina en el mercado de Iñaquito

No son las nueve de la mañana del sábado y el puesto de Maxi es un ir y venir de gente que parece no tener fin. Está en el exterior del Mercado de Iñaquito y no es más que una mesa grande encajada en un rincón del Almacén Lorenita, ya cubierta a estas horas con bandejas de chicharrón de cerdo, riñones y cuero reventado, que es como llaman por aquí a la piel del chancho frita. Junto a ellos, tostados o chochos, los complementos al uso. El primero es el maíz tostado y crujiente, el segundo es una leguminosa originaria de la cordillera andina que dio el salto a Europa, aunque cada día es menos frecuente fuera de las zonas de cultivo. Algunas cocineras lo preparan con el mismo aliño que el cebiche. Elijo un riñón con tostado. Maxi rellena a medias una tartera con el maíz, trocea el riñón y completa la orden. Añade un trozo de cuero reventado a modo de yapa –ñapa, aumento, propina- y sugiere rematar con un poco de salsa de ají y cebolla y otra salsa que no identifico, disponibles en régimen de autoservicio sobre la mesita del costado. El riñón está confitado en aceite, a fuego lento, resulta gustoso y despierta recuerdos con cada bocado. Es un sabor familiar.

La Bodega Iñaquito, justo al costado, repite la misma propuesta. Como sus vecinos, fríen las piezas de carne en una cocina elemental instalada en la trastienda. Extienden su oferta desde las ocho de la mañana, aunque el trabajo de fritura sigue un par de horas más. Todavía no he pasado la puerta del mercado de Iñaquito y ya llevo la sonrisa bien marcada de lado a lado de la cara. Como en cada viaje a Quito, los mercados se convierten en mi campo de juego preferido y este me resulta completamente nuevo. Un descubrimiento que viene a compensar el creciente desencanto provocado por cada nuevo paseo por el mercado Central. En cada viaje menos fruterías, menos pescaderías, menos carnicerías… y más puestos de venta de comida. Cuanto menos se parece a un mercado, menos me interesa.

Las dudas se multiplican llegados a la zona de venta del pescado. La perspectiva no es particularmente estimulante. No sé qué ocurre en esta ciudad, instalada a 5 horas de pista del mar, a la que el pescado llega como si hubiera sufrido una semana de desmanes. Lo confirmo dos días después en la parte de venta de pescado de San Roque, el gran mercado mayorista. Me quedo con la concha negra, las ostras, los ostiones y los cangrejos rojos. El resto me plantea unas cuantas dudas que dejan al descubierto algunas de las contradicciones que animan la vida de los restaurantes punteros de la ciudad. Los cocineros jóvenes buscan sus orígenes en una despensa plagada de descubrimientos, prodigándose de forma especial en las regiones amazónicas, pero el notable esfuerzo que hacen para acceder a productos exóticos y lejanos, choca con su aparente incapacidad para poner en la mesa un pescado recién sacado del mar o del río.

De vuelta a Iñaquito, hay de todo y en abundancia. Al final echo la mañana conversando con Gladys, la vendedora de papas, y otras vecinas. Cada una me va contando un secreto nuevo. El del maíz cao, que define al choclo que se va poniendo viejo, la naturaleza del zambo y otras variedades de zapallos o calabazas, los matices de la sal prieta, el condimento manabita a base de maíz y maní molidos y tostados, o las peculiaridades de los cangrejos de esta parte del Pacífico, enmarcados por la veda del cangrejo azul, que se arranca con mi llegada. Y la comida. En Iñaquito manda el hornado. Los puestos dedicados a él muestran los tres elementos del plato: chanchos de buen tamaño asados enteros, de la cabeza a los pies, grandes trozos de piel asada o frita y llapingacho, una especie de torta ancha a base de papa cocida y aplastada. Algunos le añaden media palta. Lo pruebo en El Sabroso Hornado y en Hornados Laurita, pero me quedo definitivamente con el de Doña Lolita. Buen llapingacho y por encima de todo, la increíble levedad del cuero crujiente y terso.

Share on FacebookTweet about this on Twitter