Una cata prodigiosa con Josep Roca en la bahía de Paracas
Pasaron veintitrés piscos antes de dar con aquella joya tan especial. Era una botella estrecha, chica y sin etiquetas, pero lo que encontré en el primer sorbo marcaba la diferencia: no se parecía a nada que hubiera encontrado antes. Estaba probando un quebranta producido con uvas vendimiadas en la cosecha del 94, hace veinte años. Nunca hubiera imaginado el peso que puede tener la edad en un destilado blanco. De alguna manera, el contenido de aquella copa dejó al descubierto una pequeña parte de lo que me queda por conocer sobre la naturaleza del pisco. Ese día descubrí, también, que veinte años pueden marcar la distancia entre la normalidad y la gloria en la vida de un pisco.
En aquella copa encontré sensaciones nuevas. Mandaba la profundad de un pisco serio, sereno, sedoso y elegante, enmarcado en un embriagador aroma a frutos maduros. El efecto reductor ejercido por el paso del tiempo concentraba sensaciones y consolidaba su prestancia. Clase y distinción administrada sorbo a sorbo.
Era un destilado de primera, nacido en el alambique que la familia Orellana alimentaba en Quilloay y huido de las manos del mercado desde el 2000, cuando suspendieron la producción y dejaron de comercializar sus productos. Por fortuna continúan ahí, celosamente guardados a la espera de tiempos más propicios. Por lo que he podido saber, se acerca el día en que volveremos a disfrutarlos.
Después llegó el que me presentaron como un fantasma de otro tiempo. Un trago dulce, fácil de beber, delicado y divertido; una de esas botellas que te gustaría tener siempre cerca, por si se da el momento. No es fácil. La producción de este tipo de piscos se asoma al abismo del olvido y sólo la fidelidad a los hábitos de consumo familiar de algún elaborador propician la supervivencia, facilitando su llegada a la mesa de cata; otra vez desde los arcones ocultos de los Orellana. Por los viñedos de Ica lo llaman Perfecto Amor, se produce en pequeñísimas cantidades y se mostró en toda su grandeza: pidiendo un trago, y otro, y otro y otro más. Era goloso y grato; tan dulce, inquietante y revelador como el primer beso.
Fue el final de una tarde excepcional, diferente a cualquier experiencia vivida antes. El cierre de un recorrido emocionante por el contenido de veinticuatro muestras capaces de desvelar las mejores verdades que se pueden encontrar en una copa de pisco.
La compañía marcaba diferencias. De un lado Pepe Moquillaza, productor y entusiasta defensor del pisco, como maestro de ceremonias, y del otro Josep Roca, sumiller, jefe de sala y copropietario del Celler de Can Roca, el restaurante catalán que ocupa el primer lugar de la lista de The 50 Best. También lo hacía el espacio: nos empapábamos en los fundamentos del pisco mientras sentíamos caer la tarde, suspendidos sobre el agua de la bahía de Paracas en la plataforma de madera acristalada que acoge la cebichería del Hotel Paracas.
Hubo mucho más en esa cata de lo que puede acoger esta columna. Encuentros para recordar, como la luminosa presencia del quebranta de Inquebrantable, la elegancia eterna del moscato rosso acholado de Colque, la cremosa naturalidad del albillo de Tres Generaciones, la pasmosa mineralidad del viñedo de altura en el moscatel arequipeño de El Tonel de Torre de la Gala, el sinuoso juego de los destilados de falca, siempre navegando al filo de la navaja, a un paso del abismo y a un suspiro de la gloria, definitivamente alcanzada por el torontel de Cholo Matías.
Aquella tarde se me abrió la puerta a un mundo nuevo, pero por encima de todo pude confirmar una certeza: el pisco no es culpable de las torpezas que cometen en su nombre.