Llego a Buenos Aires resignado a una inmersión carnívora y salgo de allí pensando justo en lo que no debiera: el pescado. De repente, la cocina del mar parece haber encontrado un lugar en la capital porteña. Lo nunca visto en una tierra en la que hasta el otro día el consumo de pescado se ocultaba en público, como si fuera una lacra vergonzante. Extraño, contradictorio y disparatado en un país con casi 5000 kilómetros de litoral, según en Instituto Geográfico Militar (dos mil menos según los tratados), y una red fluvial nada despreciable. Podría ser un tesoro preservado para dar carácter y carta de naturaleza a la cocina argentina, pero vendieron todos los derechos de pesca y con ellos el patrimonio del país. Seguro que a más de uno le resulta familiar.
Recorro la alta cocina porteña y del pescado apenas encuentro el recuerdo. Una ostra en Tegui, un restaurante que recién empieza a explorar caminos, la referencia de un tallarín de calamar y la pesca del día en uno de los tres menús del anticuado Tarquino –protagonista de un largo y extraño viaje al pasado-, y el recuerdo de unos langostinos con fideos kataifi recuperado en una visita anterior al comedor de Aramburú, son las únicas referencias que encuentro en una cocina que vive obsesionada con la carne. La carta de El Baqueano, en San Telmo, el único atisbo de aire fresco que encuentro en la cocina porteña, se muestra como la excepción. Su propietario, Fer Rivarola, gusta manejarse por el filo de la navaja y se ríe de los prejuicios de sus paisanos transformando un corte de pacú –la gamitana que todavía vive en la cuenca del Paraná- en un falso bife, disfrazando de salmón una porción de un pescado de roca llamado chanchito de mar, o sirviendo un caldo de marisco con lisa y calamar. Hasta hace bien poco eran llamadas solitarias a la cordura, o tal vez provocaciones dirigidas a un mercado que sigue empeñado en mirar para otro lado, prefiriendo la falsa imagen de bienestar asociada a unas carnes cada día más insípidas y menos consistentes. El retroceso del ganado de pastura y el liderazgo del feedlot –la cría forzada de reses en cautividad- amenaza los ritmos de la cocina porteña.
Y en eso llegó La Mar para que la locura se instalara en Buenos Aires. Desde que abrió puertas en Palermo, allá por el mes de abril, La Mar es el comedor de referencia. Suyos son los comedores más concurridos y su carta la mas deseada de la ciudad. Mil quinientos clientes semanales respaldan un éxito que impresiona, asociado a un cambio de tendencia: el pescado es la nueva devoción.
La Mar de Buenos Aires guarda diferencias con el de Lima. La primera son las especies marinas que utiliza. Siempre es una alegría encontrar las carnes prietas y sabrosas de los pescados atlánticos, incluso en un país como Argentina, que ha malvendido sus activos marinos, llevándolos al borde del agotamiento antes incluso de haberlos empezado a comer –para que me entiendan, como si hubieran hecho con todos sus pescados lo mismo que los peruanos con la anchoveta- se dejan notar las diferencias. El mejor ejemplo es la parihuela que me prepara Anthony Vasquez con un extraordinario besugo –textura, delicadeza y sabor en cada bocado-, unos cuantos cangrejos, unas almejas, unos calamarcitos diminutos y uno de esos caldos concentrados que quitan el hipo. Con el caldo sobrante nos prepara un arroz que levanta ovaciones. Las emociones se trasladan a otro encuentro mucho más humilde, en forma de cebiche de caballa, un plato impensable en el prejuicioso panorama culinario limeño.