Un viaje por España (1). Un giro de tuerca

Llego a Madrid para encontrar la sorpresa de A Barra. No parecen tiempos propicios para el riesgo, pero aquí lo han asumido en todos los terrenos imaginables y en grandes cantidades. El local es serio, sobrio y elegante, como si hubiéramos vuelto atrás en el tiempo para devolver la cocina a su espacio original: un comedor que sólo es eso, un comedor, en lugar de un decorado de Bollywood.

De pronto, un local en el que el protagonista vuelve a ser el cliente, en lugar del espacio o el cocinero, o ambos al mismo tiempo. Inesperado y estimulante.

Me enseñan el local y me gusta lo que veo. El bar reservado para el jamón ibérico, los vinos de jerez y los champagnes servidos por copas, y al otro lado del pasillo un comedor construido en torno a una barra ovalada que encierra una cocina donde mandan las brasas y la plancha y me recuerda mucho al Atelier de Joël Robuchon, en París.

Un local espectacular, una bodega que llama la atención, un equipamiento de cocina que te deja con la boca abierta y una propuesta que busca la recuperación de algunas suertes que se manejan a contracorriente en el actual universo culinario: el servicio de sala que gobernaba los comedores ilustrados hace apenas medio siglo y una perspectiva de la alta cocina que pone la creatividad, las técnicas y la tecnología que sustentan las corrientes más avanzadas al servicio de una propuesta de corte clásico.

Un ejemplo es la bodega. 75 vinos de Jerez y 150 champagnes serían un argumento más que suficiente, pero hay mucho más. Referencias que estimulan, propuestas históricas de algunas marcas, con varias añadas por marca, y unos precios que intuyo deben tener poca competencia.

El otro ejemplo son dos platos que apenas tienen nada novedoso, salvo la forma en que se han concretado. Uno es un impecable bogavante con salsa de vermut y azafrán: roza la perfección. El otro es un espectacular rodaballo –le dicen salvaje pero no me gusta el término; cada vez que lo escucho pienso en un pescado con garras- a la parrilla. El corte tiene cuatro dedos de alto y reúne, bocado tras bocado, muchos de los sabores más elegantes del mar. Hay más, unos son buenos y otros necesitan reflexión, pero lo que veo me ilusiona. Sigue habiendo sitio para la cordura en el universo culinario.

El menú degustación se sirve por 65 €, los platos no llegan a 40, la carta de vinos permite beber con soltura sin pedir hipotecas.

Un estimulante giro de tuerca. También una apuesta de riesgo.

Bendito riesgo.

 

 

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