Un país, mil cocinas

La cocina son emociones, memoria, alimentación, historia, desarrollo y muchas otras cosas que se muestran alrededor del plato. También es el reflejo del crecimiento económico y la transformación social. Cuando comemos, entramos en un mundo construido desde la historia y la cultura que nos dieron forma, desde los pilares que sustentan el medio natural, la herencia agrícola o la generosidad del mar. La cocina es sanidad y educación, conservación, naturaleza, industria, familia e ideas, muchas ideas. Es pensamiento y política. Tiene presencia en lo que hacemos en cada momento de la vida y consecuencias en quienes nos rodean. La gastronomía es una disciplina total, pero por encima de todo es identidad.

Somos lo que comemos. Lo escribió Brillat Savarin en La fisiología del gusto, donde se mostraba la gastronomía como nueva disciplina, y lo repiten los antropólogos: somos el resultado de la forma en que nos alimentamos, la naturaleza de nuestra despensa y las técnicas culinarias que le aplicamos. Si el control del fuego condicionó la naturaleza del ser humano -cocinar redujo el tiempo dedicado a comer y el tamaño de los órganos destinados a asimilar los alimentos, favoreciendo el desarrollo del cerebro-, la historia de la humanidad está salpicada de avances revolucionarios que han cambiado nuestra naturaleza: la agricultura, el puchero o la sartén, y después la olla a presión, la batidora, la congeladora, la cocina al vacío y otros utensilios que un día resultaron bizarros, y poco después eran parte de la normalidad en las cocinas.

Cocinar convirtió al ser humano en lo que es, y por tanto lo hizo diferente; cambiaron los ingredientes y los tratamientos culinarios, y con ellos las formas de ser y entender la vida. La idea de los pueblos, como la de las naciones que suelen agruparlos o separarlos, según corresponda, empieza en la despensa, se consolida en la forma de tratar el producto y toma forma definitiva en la manera de comerlo. Seguimos comiendo como somos, mostrando nuestras emociones más profundas, la esencia de nuestra identidad, lo que nos hace ser ecuatorianos. Cada quien lo es a su manera. Ecuador es el resultado del encuentro entre despensas, climas, geografías, etnias y clases sociales expresándose de forma diferente, pero siempre con la comida en el centro de su sentido de pertenencia.

Recorriendo el país entendí que no existe una cocina ecuatoriana, sino mil cocinas diferentes. Los kichwas de Otavalo no lo hacen como los del río Napo o los saraguros, sus hábitos tampoco se parecen a los de los valles de Azuay. Las formas heredadas de los machalas tampoco coinciden con las crecidas alrededor de los manglares de Guayas o las que practica la nación achuar del Pastaza, o las mil fusiones nacidas del encuentro entre ellas y las de los colonos: castellanos, alemanes, italianos, franceses, palestinos, libaneses y ahora chinos. La cocina ecuatoriana es un crisol en el que se cuecen mil cocinas diferentes. Nuestro gran tesoro culinario está sobre todo en lo que nos diferencia en la mesa.

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