Un King Kong en Lambayeque… y otro en Trujillo

Para mi King Kong fue una película –bueno, tres; una inolvidable, con Fay Wray y un mono enorme en papel estelar, y otras dos descaradamente prescindibles- hasta poco antes de tomar el primer vuelo del día -¿o el último de la noche? ¿qué torturador planifica los horarios?- a Trujillo. Sentada junto a mi, una mujer prometía kinkones a todo el que hablaba con ella por el celular. Teniendo en cuenta el horario, la recompensa debía ser de las buenas, pero no imaginaba de qué podía estar hablando. Me decidí a preguntar y tuve respuesta “Un dulce de Lambayeque… el mejor”. Un objetivo más en medio de una gira buscando restaurantes.

Para cuando encontré mi primer King Kong –directo a las fuentes, decidí buscarlo en la factoría de San Roque; descubiertas como esta requieren guía especializado- ya me había hecho una idea aproximada. Así fue. Me di de frente con uno de esos dulces populares que en medio mundo son patrimonio de ferias y fiestas. Compacto, consistente, denso, extremadamente dulce… sabor y textura reunidos en un bocado adictivo. Cada bocado demanda otro más… siempre que tengas un buen vaso de leche al lado. Es el dulce definitivo, una golosina apocalíptica, concebida para hundir sus raíces en el rincón de la memoria que almacena los sabores y quedarse allí eternamente.

Los lambayecanos saben del King Kong desde comienzos de los años 20, mucho antes de que le bautizaran con el nombre del protagonista del film de Merian C. Cooper y Ernest B. Shoedsack, estrenado en 1933 (acabado el primer pase de la película ya le habían dado nombre: King Kong). No sé como le decían antes de eso, pero me contaron que la familia Piscoya lo preparaba cada año, el 13 de junio, fiesta de San Antonio de Padua, y el 25 de diciembre, Navidad, con fines benéficos. Eran piezas monumentales de entre dos y cinco kilos de peso que alternaban por capas galleta, manjar blanco, dulce de piña y dulce de maní. Hay quien asegura que el nombre procede de su similitud con unos ladrillos compactos que se fabricaban por entonces a los que llamaban kinkones. Puede no ser cierto, pero es ingenioso.

No es difícil imaginar esa especie de alfajores gigantes que salían del obrador de Doña Victoria Mejía de García: cuatro galletas preparadas con harina, mantequilla, yema de huevo y leche, que se van alternando con gruesas capas de manjar blanco, dulce de piña y dulce de maní; el de manjar blanco llegaría con el tiempo). Más que un dulce, una comida completa.

En San Roque aun preparan el King Kong a mano con una fórmula que imagino no diferirá en mucho de la original. Tal vez algún cambio en la galleta para que aguante más tiempo sin empapar la humedad del manjar blanco, tal vez un relleno algo más denso, pero todo parece andar como siempre. A estas alturas tiene muchos compañeros de viaje, pero San Roque sigue siendo la referencia… hasta que llegamos a Trujillo.

En el mundo de la cocina las sorpresas nunca llegan solas. Al encuentro con el King Kong le sucede un nuevo hallazgo: otro King Kong. Esta vez trujillano, nacido en el obrador de la Dulcería Primavera, en Santa Inés, de producción más reducida y de naturaleza impresionante. Cambia la contundencia por suavidad, la concluyente presencia de la galleta por un alfajor ligero, casi liviano, delicado, tierno, con las capas más finas, jugoso, gustoso, embriagador. Una obra de arte en sí misma.

Dos formas de entender el mismo dulce. Sólida, contundente y popular la primera, sofisticada y elegante la segunda. Dos caras diferentes para el mismo sabor de siempre.

Foto: Marina García Burgos

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