Un futuro sin jóvenes

La historia de la cocina suele manejarse más allá de los fogones, siguiendo un ciclo en el que a menudo pesa más un acontecimiento externo que un gesto realizado en la propia cocina. El efecto mariposa también motiva cambios en la trayectoria, el sabor y el contenido de un bocado, un plato o una generación de cocineros.

El movimiento de un volquete cargado de arena en una pista de Huanta puede tener un efecto devastador para la gastronomía peruana mucho mas allá de la tragedia que significa, en sí misma, la muerte de cuatro profesionales de la cocina. De un solo golpe perdimos tres formas diferentes de afrontar el hecho culinario: el compromiso de María Huamaní con la recuperación y la puesta en valor del recetario tradicional, la sutil búsqueda de la perfección que rezumaba todo el proyecto vital que Ivan Kisik intentaba trasladar a su propio negocio y la mirada joven, desenfadada, atrevida y traviesa diseñada al alimón por Lorena Valdivia y Jason Nanka.

Ninguna pérdida puede ser comparable a otra, porque todas tienen consecuencias diferentes. Me estremece pensar que con Lorena y Jason se esfuma parte del futuro de la cocina peruana; para empezar, una forma de entender la cocina sin ataduras ni deudas con el pasado. Aparecieron cuando nuestra gastronomía estaba más necesitada de alguien capaz de cumplir el papel que se espera de los jóvenes: voluntad transgresora, decisión de enfrentarse al pasado para trastocarlo, búsqueda de una cocina sin complejos… una quimera capaz de engancharse a los sabores del Perú para transformarlos y llevarlos directamente al tiempo que les está tocando vivir. Ellos entendieron, como todavía no ha hecho ningún otro profesional de su generación, que un plato nunca puede ser prisionero del tiempo en que nació, sino hijo del momento en el que vive o que la cocina es una disciplina viva y dinámica que avanza, fundamentalmente, a golpe de rebeldía.

Su carta vivía en el desafío: un cebiche con trocitos de sandía pasados por la plancha, tan logrado como sorprendente y llamativo, un cóctel de langostinos prácticamente crudos y sin pasar por las manos de esos matarifes que los rajan de punta a punta para convertirlos en un bocado seco y carente de sentido, un sanguche de alpaca tonnata capaz de dignificar una carne que hasta ese momento se me antojaba indomesticable, unas fajitas de quinua negra o un emocionante arroz con pato dotado de todo lo necesario para levantar ampollas entre los especialistas, tal vez por su facilidad para conseguir, precisamente, lo que quienes más los criticaban nunca han sido capaces de lograr: un pato jugoso, tierno, sabroso y suculento. Había de todo en el ideario culinario de esta pareja –una búsqueda incesante, inconformismo, un aprendizaje constante…- pero sobre todo mostraba una lección de vida: los jóvenes están llamados a cambiar el mundo.

No veo jóvenes dispuestos a afrontar ese reto vital, o al menos no los encuentro preparados para afrontarlo. Los pocos cocineros de su generación que han llegado a liderar sus cocinas parecen haber nacido viejos, más pendientes del pasado que de encarar el futuro. Encuentro demasiados jóvenes sin curiosidad en la gastronomía peruana, profesionales que no viajan a conocer cocinas ni siquiera en su propia ciudad, estudiantes que limitan su formación a un título en una escuela de prestigio pero ni sueñan con aprender de los mejores ni pasan el día imaginando sabores imposibles.

Una cocina sin jóvenes pierde su capacidad para alimentarse de la curiosidad, la fantasía, la irreverencia y el compromiso y se convierte en una cocina en peligro de muerte.

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