Un cebiche en Barranco

Pasado, presente y futro en un solo bocado

Acabo de sentarme a la mesa de pruebas de Isolina, el nuevo local que José del Castillo está a punto de abrir en Barranco y llega el único cebiche de la casa. Lo preparan con cabrilla y pulpo: el pescado cortado en dados medianos, crudo, y a su lado unos buenos trozos de chicharrón de pulpo. Llegan dispuestos sobre el jugo de limón. Es un cebiche honesto, sencillo, con aires populares y al tiempo tan sofisticado como se quiera entender. La cebolla y el ají no pesan sobre el pescado, que asume el protagonismo casi absoluto. Su carne se impregna ligeramente del sabor y los aromas de la leche de tigre, pero sigue cruda; radiante, fresca y llamativa. Pide otro bocado. El pulpo ejerce de contrapunto, en temperatura y en textura, abriendo la puerta a un juego de contrastes; caliente frente al frescor del pescado y consistencia frente a suavidad. El ligero rebozado fija el sabor del limón, matizando la fortaleza de los cortes de pulpo.

Es una de las mil visiones posibles del cebiche. He tomado algunas mejores y también –muchas más- peores, pero se me antoja que esta, en particular, representa el encuentro de los tiempos del cebiche que definen la esencia misma de la preparación. Las raíces, la evolución y el posicionamiento ante el futuro. Es el cebiche como siempre fue –pescado fresco cortado en dados, limón, ají, cebolla…-, pero nunca hasta hace bien poco fue así el cebiche: servido con el pescado crudo, sin apenas reposo en limón y regulando los acompañantes hasta convertir al pescado en protagonista absoluto. Es la viva imagen de la evolución y un anuncio de los caminos que el plato tomará en el futuro.

Hace tres semanas y en estas mismas páginas, mi compañera Nora Sugobono me devolvía a los labios el recuerdo del cebiche de mango de Manuel Herrera en La Punta. Una sorpresa en su día; siempre un tremendo bocado. Nació hace unas décadas y a estas alturas ya es un clásico replicado en cien cocinas, pero provocó y aún provoca algunos

traumas y unos cuantos debates. Casi tantos como los suscitados el día que las conchas de Malabar sustituyeron el limón por la cocona, señalando la ruptura definitiva con la ortodoxia en la cocina de Pedro Miguel Schiaffino. Seguramente de la misma magnitud que el cataclismo desencadenado con el primer cebiche preparado al momento por Pedro Solari en su hueco de Jesús María (¿Cuánto habrá pasado ya de aquello? ¿Alguien lo recuerda? Llegó justo cuando el cebiche se ponía en limón a primera hora de la mañana para comerlo a mediodía). O como el día en que dejaron de emplearse pescados azules para incorporar los pescados blancos. Entre el atún, el bonito o la caballa y el lenguado o la chita medió otra revolución; aunque pocos la recuerdan ya.

El cebiche es más que un plato. Encarna la catarsis de los sabores; está en el centro de todo. Es el plato llamado a transformar la cocina y liberarnos de los prejuicios que enmarcan nuestras comidas: marca un camino de libertad y avance para la gastronomía del Perú.

La vida del cebiche es como la de la cocina peruana; se maneja a golpe de traumas y nunca deja de agrandar su leyenda. Puede alumbrar la normalidad o hacerse grande en la sutileza del equilibrio o la sorpresa de un bocado irrepetible. También está en condiciones de iluminar la genialidad o prestar refugio a la mediocridad, a menudo oculta tras el escaparate del ingrediente único y el sórdido disfraz del glutamato monosódico. Pero sobre todo es un plato alegre, estimulante, incisivo, refrescante y voluble. Aprovechen: es verano.

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