La grandeza de la cocina peruana se escapa por un costado de la cafetera
Acabo de almorzar y pido un café. Sé lo que me espera, pero es difícil escapar de las rutinas; aunque algunas te lleven al borde del abismo. Llega una taza con un brebaje poco agraciado, aunque fácilmente descriptible. Desabrido y deslavazado, sin cuerpo, con el gusto a quemado que distingue los cafés peor tratados y el profundo vacío que dejan las pócimas de renombre. Más que un café, es un ajuste de cuentas. ¿Para qué seguir? Esta vez se han dado cita los dos grandes estigmas del cafetero: la calidad del producto y la mano del desalmado que el restaurante puso a cargo de la cafetera.
Pido un vaso con tres cubos de hielo y vuelco el café, buscando la salvación del frío –ya lo saben: las temperaturas bajas apagan los sabores- y el aguado que trae el deshielo. Lo bebo de dos tragos, pago, me levanto y salgo del restaurante con el peor recuerdo posible. Casi no importa lo que sea que comí. Por muy bueno que fuera, ha quedado enmarcado en el sabor amargo, agreste y triste que arrastro en la boca.
No he tenido que preguntar. Es el café que vende una de las dos marcas italianas que copan buena parte de la alta restauración limeña. Maravillas de la hostelería peruana: los estandartes de la grandeza culinaria del primer productor mundial de cafés orgánicos importan, mayoritariamente, sus cafés de Italia y Colombia. Génova y Trieste son dos de los grandes mercados cafeteros del mundo, pero se me ocurre que puestos a irse de compras tan lejos, al menos podrían traer algo más digno que Lavazza e Illy. Lo explican sin rubor: “nos regalan la cafetera”. Nuestros restaurantes más nombrados –entre ellos buena parte de los que ocupan los puestos más altos en la lista de los mejores de Latinoamérica; que yo sepa, los establecimientos del Grupo Acurio, Malabar, Amaz y Mercado son algunas de las poquísimas excepciones- invierten cada año miles de dólares en mejoras en sus cocinas y la compra de vajillas ultramodernas y equipamientos avanzados, para acabar vendiendo su identidad y buena aparte de su integridad a cambio de una cafetera. La mezquindad es un valor al alza en la alta cocina nacional.
Otros se vuelcan directamente en las cápsulas de jarabe que bajo la etiqueta de café vende Nespresso. Es la marca preferida por quienes beben con el dedo meñique apuntando a Marte.
En la selva alta peruana se concreta la mayor concentración de cafés orgánicos del mundo; tampoco es mal asunto (hay más lecturas, pero quedan para otro día). En Perú se cultivan algunos cafés extraordinarios. También los hay muy buenos, buenos, medianos, mediocres y descaradamente malos; algunos, son peores que robarle a un pobre. Perú produjo en 2013 casi cinco millones de kilos –la epidemia de roya rebajó las cifras en 2014-, lo que no está mal, y exporta alrededor del 94 % de la producción: el peruano no lo quiere ni en pintura. No es extraño que nuestros cafeteros tengan problemas de autoestima.
Perú tiene algo de lo que solo unos cuantos países del mundo pueden presumir: el productor a un par de cientos de kilómetros de la cafetera del restaurante, pero nuestros cocineros buscan sus proveedores al otro lado del mundo. El cada día más manido discurso de la grandeza de la cocina peruana tiene otro punto de fuga a un costado de la cafetera. Y más allá de ella, en el corazón de las grandes empresas alimentarias. Cuando empresas como Gloria te distinguen con una cesta de navidad, incluyen en el lote una bolsa de café soluble colombiano. Para llorar.