Tres monos en la selva

Salgo de Villa Rica buscando una última comida que complete el viaje. Ha sido una visita rápida pero intensa, aunque ha dejado algunas lagunas y ciertas deudas culinarias, apenas despejadas por la yuca rellena de cecina y chorizo amazónico de La Star Café. Magnífico bocado; deja con ganas de repetir. Es una grata sorpresa, como lo son esa decena larga de cafés que salpican las calles de la ciudad. Sobre el papel forman parte de un paraíso cafetero en el que se dominan todas las artes de la elaboración -la prensa francesa, la cheemex, la cafetera italiana…- pero todavía están faltos de un último giro: anidan en el contrasentido de vender el café molido. Mal asunto para una comarca cafetalera que quiere promover la calidad de sus productos.

El caso es que me sacan de Villa Rica camino de Entreríos, hasta el restaurante de Francois Steiger. Ni el negocio ni el propietario son convencionales. Un local en medio de la nada, construido por un suizo que tuvo la cocina como uno de sus oficios en Europa y llegó a la Amazonía persiguiendo mariposas. Junto al comedor, hay un museo dedicado a ellas. Centenares de ejemplares capturados cuelgan de las paredes mostrando la belleza de la vida que protege la selva; hermoso contrasentido. Las sorpresas se van acumulando. La primera llegó al leer la carta: solo cinco platos y en goulasch con spatzle encajado entre de las referencias locales. Ni siquiera son propuestas habituales en la mayor parte de Europa. Estamos en una tierra colonizada por inmigrantes llegados del Tirol a finales del XIX, pero es el único rastro de la cocina centroeuropea que encuentro en la zona. El motivo de su presencia es otro: se debe más al origen suizo de Francois y su pasado como profesional de la cocina.

Me llama tanto la atención que pido un plato. Está rico y lo estoy disfrutando. Entre bocado y bocado veo que algo se mueve en el bosque. Es un mono nocturno que parece haberse adaptado a vivir de día. Me levanto y camino hacia donde se encuentra sin que parezca importarle mi presencia. Un poco más allá hay una gran jaula con un mono de bolsillo. Francois me cuenta que se los entregaron cuando los rescataron de manos de traficantes. Me han dicho que los monos aparecen ocasionalmente en esta parte de la selva, pero es la primera vez que veo uno.

Un mono sentado en la rama de un árbol ya es una sorpresa en la selva peruana. Ni en las zonas de alto impacto que visito con más frecuencia, ni en otras más alejadas por las que también suelo moverme. Una parte de nuestra selva tiene aires de suburbio de gran ciudad. Casa, industrias, cultivos, basura por todos lados y cada vez menos árboles. La imagen de un mono en el medio urbano ya es un recuerdo del que se apropian los ancianos.

Un par de viajes antes encuentro otro mono, aunque bien diferente. Es ‘El mono y la gata’ un restaurante tranquilo a quince kilómetros de Tarapoto, camino de Yurimaguas, en la zona de amortiguación del Área de Conservación de la Cordillera de Escalera. Es un local tranquilo, rodeado de naturaleza por todas partes menos por una, que la une a la pista, con el comedor abierto al campo y una carta breve pero que se maneja con criterio. Disfruto la vista y un chicharrón de majaz más que correcto, acompañado de una buena yuca frita. Pido otro plato de yuca mientras me resisto a creer que el nombre del restaurante busco con la mirada algo que se mueva entre los árboles. Del mono sólo queda el nombre.

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