Sorpresas en la ruta del Huallaga

Descubro el Huallaga desde lo alto del Puente Corpac, entrando a Tingo María nada más bajar del avión. Me dicen que poco más allá se une con el Monzón y tengo al frente el Parque Nacional de Tingo María. He leído de otro parque cercano, el de la Cordillera Azul, y la extraordinaria biodiversidad de la zona. Empiezo a comprobarlo cuando la silueta de un añaz recorre el jardín del hotel. Habrá que volver.

Me impresiona este tramo del Huallaga que parece protegido por el cacao. Las plantaciones flanquean la pista camino de Tarapoto, sobre todo a partir de Tocache, representando la apuesta por el desarrollo: hoja de coca por cacao. Es temporada alta y el paisaje está marcado por el rojo del CCN51, el híbrido empleado para acelerar la implantación del cacaotal. Más productivo y con resultados más rápidos, aunque también ofrece menos calidad y se cotiza más bajo. Quedo medio traspuesto y en el duermevela asoma la ilusión de un horizonte que cambie el rojo del CCN51 por el amarillo o el violáceo del cacao nayivo. Abro los ojos justo antes de Picota y pienso como sería este pueblo si algún día se concreta el cambio. La certeza llega en Pucacaca, mientras visito la factoría de Makao. Chica, cuidada y coqueta, trabaja con el escaso cacao nativo que sobrevive en la zona. El fruto es tangible: chocolates aromáticos, elegantes y con la mejor relación calidad-precio del mercado (7 soles la tableta de 50 gramos). Ojalá llegue pronto a Lima. Sobre todo el bitter 60%, o el que hacen con ají charapita.

Poco más adelante, el Huallaga elije el camino de Chazuta, buscando el rastro de las Mujeres Cacaoteras y los productos artesanos de Mishky Cacao. Uno de ellos, la ‘Pasta de Majambo’, reclama atención. Me la hace probar Ericka Sandy en la Tostaduría Quilpe, el café de su hotel, Casa los Palos, a dos pasos de la Plaza de Armas. Es como un chocolate blanco preparado con la nuez del majambo – pariente del cacao, también le dicen macambo- que me parece realmente divertido y, sobre todo, diferente.

El Quilpe es otra de las sorpresas del viaje. Es un café-boutique: cuatro o cinco mesas y un mostrador que acaba junto a una pequeña tostadora. Erika destila fervor por el café, selecciona sus granos y ofrece tres tostados diferentes, a modo de degustación, y en poco tiempo tendrá su propia marca. Merece la pena seguir el trayecto en el que se ha embarcado.

La pista cruza Pomacochas en busca del curso alto del Marañón. Estamos en Amazonas, pero es como si anduviéramos por los altos de Cajamarca: pastos, arbolado serrano, caballerías y vacas, lo que implica leche y quesos. Los que encontré en una de las últimas casas del pueblo –lo siento, extravié el nombre en una nota que acabó en el Marañón-, a la derecha de la cuesta de salida hacia Bagua, están entre los mejores que he probado en Perú. Cremosos, suaves y delicados, son pequeñas joyas… sin nombre.

Hubo mucho más, pero me quedo con el mercado de los viernes en Chiple, en el trayecto entre Bagua y Chiclayo. Un acontecimiento a la vez hermoso y disparatado, como tantas cosas del Perú: un gigantesco mercado en medio de la nada -parece que abastece a los poblados de la cordillera-, que bloquea la pista antes de llegar a Chiple. Atravesarlo es una tarea estresante, pero el espectáculo es fascinante. Pocos kilómetros más adelante, junto a la ribera del Huancabamba, el penúltimo río del viaje, un letrero verde al costado de la pista lo cuenta casi todo: “No utilizar explosivos en la pesca”.

 

 

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