Soñando con las estrellas

Buenos Aires sueña mirando a las estrellas. Unos calculan cuantas caerán, otros discuten a quien le llegarán y los aspirantes, que como siempre son más de los que finalmente serán elegidos, intentan calcular si conseguirán alguna y cuantas serán. Otro tanto sucede en Mendoza, a mil kilómetros de Buenos Aires, donde las opciones son menos y están mayoritariamente encarnadas en restaurantes instalados en bodegas. Una parte de la imagen de las grandes marcas vinícolas se apoya hoy en el plato; a más aparato, mayores perspectivas. La historia se repite en Rio, Sao Paulo, la Ciudad de México, Baja California, Oaxaca… En el año de la revelación de la Michelín en América Latina (Brasil, Argentina, México), cientos de cocineros despiertan de la fantasía de los 50 Best para embarcarse en un nuevo sueño, perfilado entre estrellas. La Michelin es su nueva obsesión.

El mercado gastronómico porteño vive una incertidumbre que no acabará hasta la noche del viernes. En cada mentidero formal o improvisado se repiten las mismas preguntas: ¿cuántas estrellas Michelin tendrá Argentina? ¿Cuántas merece Mendoza y hasta donde llegará el peso de Buenos Aires? El cálculo toma como referencia lo sucedido hace unos años en Brasil –tuvieron guía Michelin entre 2015 y 2020, y vuelve el próximo otoño-, donde empezaron con una decena de restaurantes estrellados, y en cinco años nadie alcanzó la tercera. No habrá ningún tres estrellas, aventuran unos. Tendremos tres, reaccionan los más decididos.

Brasil es el espejo en el que empieza a mirarse la cocina argentina. El tsunami de brasileños que invade los restaurantes porteños, alimentado por el cataclismo de la depreciación del peso, desvía la mirada. Los más optimistas, que también suelen ser los menos informados, aventuran que los brasileños ocupan Buenos Aires buscando la calidad de su cocina, en lugar de ocio y comidas a precio de saldo, como indica la realidad.

Como siempre que en América Latina se habla de restaurantes, cocina o comida -no son lo mismo, pero son variables de la misma ecuación-, la cuestión nacional marca el valor de los acontecimientos. Cada quien come en un plato decorado con los colores de su bandera, y lo hace convencido de representar las verdades incuestionables de la buena cocina, que nunca dejó de ser la suya; siempre fuimos y seremos mejores que nuestros vecinos.

La referencia brasileña está en las dos grandes ciudades del país, Rio y Sao Paulo, las únicas que han tenido Michelin en Latinoamérica. La perdieron en 2020 pero les vuelve en el otoño austral del 24, después de tres años de parón. Las referencias de 2020 son un buen indicativo. Entonces incluyó 141 restaurantes entre sus referencias. Treinta y cuatro de ellos fueron reconocidos con un Bib Gourmand (distingue al restaurante que ofrece comida de calidad a precios contenidos), diez consiguieron una estrella y tres -DOM, Oteque y Oro- alcanzaron dos. Nunca consideraron que algún restaurante brasileño mereciera tres estrellas.

La gran pregunta es si alguno conquistará las tres estrellas en Argentina, y se la repiten a 7.400 kilómetros de Buenos Aires, en Ciudad de México, donde tendrán que esperar cuatro meses para conocer la respuesta.

-¿Crees que me darán las tres estrellas?

-Pensándolo bien, no.

No es fácil que lo veamos en Argentina, aunque lo mejor en estos temas es no poner la mano en el fuego; todo puede suceder. La implantación de un nuevo negocio exige generosidad y la Michelin desembarca en Latinoamérica a lo grande, y parece que esta vez será la definitiva: tres países de una tacada. Es un momento importante para el negocio y los editores de la guía francesa aprendieron a ser rumbosos cuando rompieron sus fronteras para mirar hacia Asia y algunas ciudades de Estaos Unidos. Más ahora, cuando la decisión de abrir un nuevo mercado no depende de las ventas de ejemplares, sino del canon que paga cada ciudad, estado o región que aspira a ser considerada. En el caso de Argentina serán dos millones de dólares por tres años, Brasil está alrededor del millón anual, y no hay cifras relativas a la inminente guía de México, aunque tampoco va a ser barato cubrir los restaurantes de cinco estados. Exige presupuesto… y especialistas. Lo primero depende de una decisión política, de lo segundo vamos escasos.

Habrá más estrellas de las que merecemos y menos de las que esperamos, aunque no veo candidatos solventes al clan de los triestrellados. La tercera estrella siempre respondió a principios que no parecen haber cambiado: un comedor sereno y bien decorado, mesas vestidas (manteles, por favor), servicio profesional y discreto, bodega de entidad y bien administrada… y una cocina de altura.

Conozco un par de docenas de restaurantes que se ajustan al prototipo, pero ninguno está en América Latina. El penúltimo que visité, Cocina Hermanos Torres, se ajusta al concepto como un guante, como lo hace el Celler de Can Roca, por poner otro ejemplo. El último fue Diverxo -se lo cuento en un par de semanas- pero el restaurante de Dabiz Muñoz pelea en otro campo de batalla. Veo algunos, más de los esperados, que cumplen con todo menos con la altura de su cocina, pero así son las cosas, todos tienen filias y fobias.

Los últimos treinta y siete días del año 23 y los cuatro primeros meses del 24, están llamados a abrir la puerta de un tiempo diferente. Tal vez solo sea un giro en el juego de apariencias que se escenifica alrededor de los comedores públicos, o puede que anuncie un cambio de referencia. La nebulosa Latin American’s 50 Best Restaurants seguirá viva, pero todo indica que los organizadores ven la entrada de un nuevo jugador al terreno de juego como una amenazareal. La realidad es que tenemos dos conceptos radicalmente contrarios. Uno, el de la Michelin, que obliga al cocinero a permanecer en el restaurante, a la espera de un inspector que no sabe quién es ni cuando llegará. La otra, la de los 50 Best, empuja al profesional de cocina a viajar todo el año para acercarse al votante, abandonando el trabajo y la relación con el cliente. Lo normal es que las cocinas sufran y el restaurante se estanque.

En The 50 Best afrontan la llegada de la Michelin como el principio de una batalla. La primera pista fue la recuperación de la figura de Alex Atala hace dos o tres semanas para la promoción de su marca. Alejado de los fastos de 50 Best desde hace una década y considerado “un enemigo de la lista” por su ausencia de ceremonias y premiaciones, vuelven a airearlo y utilizar su nombre justo antes de defenestrarlo. El segundo indicativo es precisamente la suerte de masacre escenificada hace unos días por los chicos de Chicago -¿otra matanza del día de San Valentín?-, concretada hace unos días con el anuncio de su lista del 51 al 100 -¿cómo se puede hacer una lista de 100 mejores restaurantes en una región en la que no hay 40 que sean mejores en nada?-, que destaca por la degradación fulminante de la vieja guardia.

Mientras tanto, la férrea disciplina impuesta por la organización se resquebraja. Se abren grietas y entre ellas se escurren las dudas. «A mí no ve a cambiar la vida por estar o no. Me interesaría mucho más que llegara Michelin a Chile”, decía Kurt Schmidt sobre su aspiración de conquistar un lugar en la lista latinoamericana con el renacimiento de 99, su restaurante, en la entrevista que le hizo hace unos días Pamela Villagra para 7Caníbales.

La presencia en la segunda parte de la lista de restaurantes como Aramburu, a mi entender el mejor restaurante de Argentina, DOM, El Baqueano, Nicos, Harry Sasson o un Astrid & Gastón que vive el mejor momento culinario, y más cuerdo, que le he conocido, anuncia un cambio de rumbo. Guste o no guste, responda o no a los votos reales (esos nunca han importado), habrá cambio generacional. Los intereses de la compañía están por encima de si los restaurantes son o no realmente mejores.

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