Esta mañana comí un chicharrón de chancho y cada mordisco me llenaba la boca de culpa. Era bueno -la carne sedosa, la piel ligera, crujiente…- y los primeros bocados me supieron a gloria. Al poco empezó a perder temperatura, la grasa tomó consistencia y una sensación pastosa y envolvente fue cubriendo todos los rincones de la boca. Después de eso, solo quedó una capa de grasa empastando la lengua, dominándolo todo. Tengo la sensación de que si me paso el dedo por el cielo del paladar puedo sacar sebo suficiente para hacer una pastilla de jabón. Eso y una creciente sensación de culpa.
Ninguna relación con el disparate organizado hace diez días por la Organización Mundial de la Salud. La historia se repite desde que un doctor fotografió mis arterias y me hizo el gran favor mostrarme el resultado. Desde entonces asocio esa imagen a la sensación de la grasa fría pegada al velo del paladar. Apenas como chicharrón de chancho, aunque no he dejado de comerlo. Lo hago algunas veces al año y suelo disfrutarlo. Lo mismo sucede con los lácteos, incluida la mantequilla, el cordero o el pato. No los aparté de mi vida, pero llegan a mi cocina racionados. Hay alimentos que desnivelan la balanza de la vida.
Nadie muere directamente por comer mantequilla cada día. Si fuera así, la mitad de los franceses estarían muertos y con ellos los habitantes del norte de Europa. Es cierto, pero su supervivencia no certifica la bonanza de una dieta basada en la mantequilla y la crema de leche. Al contrario, la incidencia de las enfermedades cardiovasculares es mayor que en zonas como el Mediterráneo, donde la dieta tradicional se inclina hacia el aceite de oliva y pone más en juego las verduras. Es sabido, pero la certeza no conmociona al mundo como lo ha hecho la campaña contra las carnes procesadas. La OMS debió hablar de equilibrio en la dieta antes de alentar cruzadas.
La Organización Mundial de la salud es un organismo sabio, aunque debe revisar su política de comunicación. Al final tuvo que matizar sus palabras: se trataba de aconsejar un consumo moderado de carne para reducir el riesgo de cáncer. No dijo nada nuevo -ya lo adelantó en 2002-, pero esta vez ha calado muy hondo. Tal vez sea la mención a la agonía del cáncer lo que multiplica el efecto. Es curioso que no suceda lo mismo cuando señala el peligro de enfermedades cardiovasculares. Hace tiempo que alertó, también, sobre su relación con el consumo de grasas de origen animal, aunque unos le hicieron caso y otros no. Entre los últimos, el gobierno peruano, que consagró un día para celebrar el chicharrón de chancho. Un canto institucionalizado al colesterol.
Algunos lanzaron la cruzada de la dieta verde, pero tampoco asegura la salud. Del discurso de las carnes podemos pasar al de las frutas y las verduras. Sobre el papel ayudan, pero conviene ser cuidadoso. Busquen y lean ‘Malcomidos’ (Booket Divulgación, Editorial Planeta, Buenos Aires) de la argentina Soledad Barruti. Es una narración estremecedora de los pilares de la dieta cotidiana. Está referido a Argentina, aunque la mayor parte del contenido es aplicable al resto de la región. Pollos con dos tercios más de colesterol y un plus del 75 % de grasa saturada respecto a los pollos tradicionales, hortalizas que reciben plaguicidas y tratamientos de distinta toxicidad veinte veces al año, frutas que nada más cosechadas viajan con el rótulo “peligro, no ingerir la cáscara” pegado a la caja, salmones chilenos tratados con productos mayoritariamente vetados por las normas sanitarias noruegas o norteamericanas, o carnes criadas cambiando los ritmos y las dietas marcadas por la naturaleza. No es fácil comer sano.