Plagios, copias y derechos de autor

Pocos cocineros consagrados se atrevieron a publicar su recetario hasta hace apenas cuarenta años. Por entonces, la cocina era una disciplina aprendida, basada en la repetición de un repertorio de recetas y la diferencia entre restaurantes estaba, precisamente, en la mano y los secretos del responsable de la cocina. Cada quien guardaba celosamente la esencia de su sazón, el secreto de un condimento o el orden de los pasos que decidían el sabor del plato. Es el eje de Ratatouille, esa película dibujada que, roedor al margen, ha contado más realidades que nadie sobre las formas de la cocina clásica.

Hace menos de treinta años, en los albores del cambio culinario, las formas se cuidaban con especial cuidado. En el Madrid donde crecí en las cocinas, como sucedía en París, la ciudad por cuyas mesas todo acababa pasando, cada restaurante de un cierto nivel tenía sus platos y su vajilla. Nadie se hubiera atrevido a utilizar los mismos diseños de Villerróy & Bosch que Zalacaín, Jockey o El Amparo -nombres que brillaban por entonces en Madrid-, o los de Alain Chapel, Michel Guerard o los hermanos Troisgros en Francia. Y cuando sucedía los mentideros se encrespaban y todos volvían el dedo contra el transgresor.

En poco tiempo se pasó del todo al nada, la cocina se transformó en una disciplina abierta y los cocineros lanzaron al mundo sus secretos, en forma de recetarios prolijamente ilustrados. Ahí estaban las fotos para cubrir los posibles vacíos dejados en el texto; no había profesional de renombre sin libro propio. En ese preciso momento quedó abierta la puerta al nuevo tiempo de las cocinas. Los secretos dejaron de existir y los teléfonos de algunos cocineros se exhibían en otros restaurantes por si precisaban alguna consulta. La cocina era una gran familia en la que los stagers –nueva figura que sustituía al aprendiz de largo recorrido- e internet hacían de hilo conductor para el copista. El plato que estaba naciendo hoy en un restaurante de lujo en Barcelona aparecía mañana, gracias a una foto hecha con el celular y unas notas enviadas al tiempo, en otro de Chicago o Shangai.

Los restaurantes que concentraban el esfuerzo creativo tomaron medidas. En Mugaritz, el restaurante de Andoni Luis Adúriz cerca de San Sebastián (España), aparecieron los contratos de confidencialidad. Los secretos intentaron volver a las cocinas sin el menor éxito. Los stagers habían tenido el mismo efecto que las webs dedicadas a ofrecer tesis doctorales.

Ni siquiera la iniciativa de Michel Bras (Bras, Laguiole, Francia) inventor del coulant de chocolate, ese pastel compacto por fuera y líquido en su interior, patentando la fórmula en 1981 para asegurarse la exclusividad. Treinta y cuatro años después debe ser el postre más imitado y repetido del mundo. Nadie pagó nunca derechos. La esperanza para los grandes cocineros viene hoy en forma de ley. El Tribunal Federal de Justicia de Alemania acaba de declarar aplicable la protección de derechos de autor a las creaciones culinarias. Fotografiar un plato de comida y difundirlo en redes sociales puede convertirse en una infracción contra la propiedad intelectual. La cocina busca hoy las diferencias y el respeto al trabajo de autor, en medio de un marco que consagra la informalidad. ¿Apostamos a ver si lo conseguirá?

Esta ha sido la última columna de “Sabor de un sueño”. Durante tres años exactos, Somos ha albergado esta sección que ha querido alimentar el conocimiento, la reflexión y el debate culinario. Su generosidad me ha permitido vivir una de las mejores experiencias profesionales de mi carrera. Mi columna acabó pero la vida y la cocina continúan. Nos seguiremos encontrando cada viernes en las páginas de Luces. No me falten.

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