¿Para que sirven los congresos?

Alguien debería reinventar los congresos gastronómicos

Asisto a la segunda jornada de San Sebastián Gastronómika, el congreso de cocina más antiguo del mundo, junto a los cuatrocientos espectadores que siguen hoy las ponencias en el auditorio de la ciudad vasca. Es el turno de Matías Perdomo, chef uruguayo del restaurante Al Pont de Ferr, en Milán. Al minuto, se interrumpe y anuncia que seguirá su presentación en italiano “por respeto al país en el que vivo”. Su vocabulario es tan precario que más parece una agresión, aunque el respeto lo debería a quienes aspiraban a conocer su cocina. Nadie entiende nada. Para ese momento, he tenido tiempo de ver a tres cocineros que no han tocado un solo producto durante sus presentaciones: sólo videos –los congresos de cocina podrían celebrarse en Youtube; todo resultaría más lógico-, algún lema proyectado en la pantalla y mucha antropología de mesa camilla. Hoy mismo, Quique Dacosta, un buen cocinero español más valorado por sí mismo que por sus comensales, aprovecha su ponencia para anunciar que este será el último congreso al que asista en España. Hay quien piensa –para sus adentros; decirlo en voz alta provoca la ira divina- que la gastronomía universal sobrevivirá a la tragedia. Un día antes, el italiano Massimo Bottura dedicó 40 minutos a mostrar su último libro; por si alguien no lo había comprado.

Un rato después llega el turno de Virgilio Martínez. Muestra el trabajo de Central y habla de lo nuestro: cebiche, chuño, chaco, cushuro… Es una buena presentación que vi hace cinco días en Quito, así que voy perdiendo el hilo mientras pienso en la utilidad real de lo que estamos viviendo. La primera es evidente: la promoción de su restaurante. También refuerza la imagen de la cocina peruana. Busco más y no se me ocurren. Debería haberla para el público, que ha pagado sus buenos dólares por sentarse frente a los cocineros, pero no la encuentro. Engancho conversaciones a la salida y no parece que hayan entendido lo que es un chuño –“una papa metida en sal y luego secada al sol”, escucho-, ni el chaco. Tampoco han memorizado los nombres de productos que, por otra parte, no volverán a encontrar en Europa. No me parece una fuente de inspiración para crear nuevos platos o adaptarlos a las realidades locales. ¿No será que los congresos han acabado convirtiendo la cocina en una anécdota pasajera?

Tirando del hilo retrocedo hasta Lima, al encuentro gastronómico de Mistura. Este año se llamó Qaray y escapó de las grandes estrellas mediáticas. No me parece mal. Durante seis años llenaron los escenarios de Mistura pero su presencia apenas dejó nada. Poco ha cambiado: los profesionales limeños -demasiado ocupados atendiendo las visitas- dan la espalda al certamen que ellos mismos organizan. ¿Para qué, entonces, un congreso culinario?

Los primeros congresos -San Sebastián Gastronómika y Madrid Fusión- vinieron para añadir emociones a nuestros sabores y ayudar a extender las cocinas por el mundo. Los cocineros hacían lo suyo, cocinar, y los espectadores aprendían técnicas, tomaban nota, fotografiaban los platos y, vueltos a sus destinos, utilizaban lo encontrado como fuente de reflexión, adaptando algunas ideas a sus propuestas culinarias. Los congresos contribuían al crecimiento y la extensión de las cocinas. Hoy, el trabajo ha dado paso a las proclamas, los brindis al sol y un torrente de soflamas que convierten al cocinero en aspirante a filósofo de salón (los congresos gastronómicos se parecen cada día más a la programación del Discovery Channel). Poco que deje huella y mucha adrenalina en vena para alimentar el descomunal ego de las últimas generaciones de cocineros. Casi nada que estimule el avance de las cocinas. Deberían reinventarlos si no quieren verlos morir.

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