No es la carne, hablamos del modelo alimentario

El esperpento de las macrogranjas en España acabó llevado el debate de la carne al terreno de la calidad. Es bueno que se hable de una historia siempre necesitada de atención. Ojalá se trasladara el asunto a los establos del feedlot argentino y del angus de Oregon, que representan el paradigma de la carne en el continente americano, un extraño y contradictorio grial que muchos persiguen y tanto daño nos hace; no somos únicamente nuestro cuerpo, sino el medio que nos rodea y perfila nuestras vidas. Me parece una controversia imprescindible, aunque vista la formulación actual se me queda pobre de sustentos y argumentos, un día se acabará volviendo contra quienes la alientan. Hablar de ganadería intensiva en el medio gastronómico -restaurantes, profesionales y satélites del universo foodie, que hoy se declaran conscientes o pregonan el discurso de la calidad y la estacionalidad- equivale a organizar catas de descafeinados solubles en un café de especialidad. La ganadería intensiva solo interesa a los que buscan menos precio y asumen la merma de prestaciones que conlleva, aunque las consecuencias las pagamos todos.

Se ha hablado suficiente de las atrocidades cometidas en nombre de la carne. De los antibióticos, las hormonas y otros caballos de troya que comemos -con la carne, con las plantas que crecen en los terrenos a los que van los desechos del ganado, o los peces y crustáceos de las aguas a las que afectan- o bebemos gracias a ellas. También sabemos de las consecuencias en el medio ambiente de los nitratos que generan y sus secuelas, de la deforestación y la desertificación, o de los ríos que trasladan la muerte más allá de sus orillas hasta construir agujeros estériles en el mar. Si alguien sigue en el limbo, tiene dos lecturas pendientes: Somos lo que comemos, de Peter Singer y Jim Mason (editorial Paidós), y Mal comidos (Booket divulgación). Son dos historias minuciosamente fundamentadas, que llegan a vestirse con los ropajes de un relato de terror.

Nosotros no comemos de eso, ¿verdad? Siempre producto con origen, sostenible y responsable, con el nombre y los apellidos del productor pegados a la etiqueta, siempre ganadería extensiva, corral casero y pesca sustentable. Vacas, cerdos, corderos, gallinas y terneros criados en libertad, recorriendo el campo a su antojo, entre sonrisas de anuncio de televisión, para alimentarse de forma natural, y leche, huevos, embutidos y quesos obtenidos de ellos. Nos encanta creer y hacer creer que es así. Las mejores mentiras son las que a fuerza de repetirlas tú mismo acabas creyendo

El conflicto de las macrogranjas no es tanto el de la carne como el del modelo alimentario. Habla de como comemos, de qué comemos, de quienes lo comemos, ergo de quienes lo pueden comer, y de hasta cuando podremos seguir haciéndolo. También plantea si realmente necesitamos comerlo o si la búsqueda del placer en la mesa pasa necesariamente por convertirla en el centro de una exhibición eterna: siempre carne, siempre pescado, siempre marisco, sin dejar espacios limpios, necesariamente verdes, fundamentalmente vegetales, para resolver el conflicto que nos acompaña en la relación con las proteínas de origen animal.  “Me pregunto por qué un tazón de frijoles, cultivados en Pensilvania de la manera más responsable no es más valioso que el foie-gras”, decía Victoria Blumey, la cocinera chilena que está a punto de inaugurar Mena en Nueva York, con la que he hablado estos días. Tiene razón, el lujo, que es el goce de lo excepcional, no necesita de exhibiciones obscenas y puede estar representado por lo que hoy parece cotidiano. La realidad es que comemos muchas más proteínas de las que necesitamos; somos la punta de lanza de la sociedad del exceso y el despilfarro.

Esta historia ha cambiado de rumbo, olvidando el hambre para hablar solo de apetito, que no significan lo mismo, aunque el diccionario de sinónimos los haga compartir epígrafe. De tarde en tarde, lo que llamamos sabiduría popular deja de ser la expresión viejuna del lugar común para dar en el blanco: seguimos confundiendo el hambre con las ganas de comer.

Me ha tocado vivir un mundo que hoy puede parece extraño, en el que más allá del verano el tomate solo venía en lata y las judías verdes, los pimientos, la lechuga, el calabacín, las espinacas o las berenjenas aparecían en el mercado con el calor, mientras la alcachofa, la borraja, el haba o el guisante eran productos de primavera y en algún caso volvían en otoño. Las coliflores, las acelgas, el cardo, las coles o la escarola eran patrimonio del invierno, como la granada. El pollo era un producto de lujo, el cordero lechal un bien escaso que se asaba por encargo, las sardinas, el bonito y el atún blanco cimentaban la despensa estival, el atún rojo aparecía en primavera, los erizos en enero y las anchoas brillaban en las pescaderías a partir de mayo. Las conservas primero y los congelados después ayudaban a subvertir el orden, pero cuando comías fresco era, lo quisieras o no, producto de temporada, pura cocina de mercado; estaba por llegar la cocina de supermercado. La estacionalidad definía cuando se comía cada producto, mientras el volumen de la producción determinaba el precio y las mesas a las que llegaba. No había uvas en las migas antes del verano ni después del otoño y tampoco alcachofas, tabellas o caracoles para la paella durante gran parte del año. Para que además tuviera pollo, debían concurrir circunstancias extraordinarias.

El pollo, antes emblema del lujo, pasó a ser la carne más barata de la cesta de la compra El acceso de la mayor parte de la población a los bienes de consumo alimentario obligó a pagar el precio de la ganadería extensiva, los cultivos forzados y los tratamientos químicos. Sacrificamos la calidad en beneficio de la cantidad. Lo entendió rápidamente Clodoaldo Cortés, el casi olvidado fundador de Jockey -qué poca memoria tiene la cocina-, que se puso rápidamente a criar gallinas en la finca que abastecía al restaurante desde Alcalá de Henares; necesitaba que sus pollos se hicieran fuertes en la diferencia. Sesenta años y dos generaciones y media después, una parte del mercado reivindica la calidad del pollo de campo o el pollo de corral frente a la cantidad y el precio que asegura la cría intensiva. El destino de cada uno define el estrato social de quien lo compra. La cocina también es el reflejo de la lucha de clases y el pollo uno de sus emblemas.

La agricultura familiar sigue un proceso paralelo. Resucita y cobra un poco más de fuerza cada día en el mundo desarrollado mientras resiste en sociedades menos favorecidas, como las de la cordillera andina, cuya estructura agraria vive todavía el tránsito entre la agricultura de trueque y subsistencia y la economía productiva. Desde ambos lados se reclama el producto de cercanía, los cultivos naturales y la agricultura a pequeña escala frente a la plaga del plástico y los cultivos forzados. La pregunta es si este modelo agrario puede cubrir las necesidades de casi ocho mil millones de consumidores o estamos reforzando el mercado de la exclusividad. El riesgo es abrir todavía más la brecha alimentaria en un mercado que marca sus dos caras con rasgos cada día más definidos: producto natural, sano y exclusivo para algunos, rutina, pérdida de identidad y riesgos sanitarios para los demás. Sea cual sea el lugar que ocupes, las consecuencias en el mundo que te rodea son las mismas.

El debate va más allá de la forma de producir carne y sus consecuencias para señalar directamente al modelo alimentario que define las tendencias de consumo. El cambio es imprescindible, pero no está tanto en como criamos el ganado sino en la forma en que lo comemos. Cuando reivindicamos la ganadería o la pesca responsables ya no hablamos tanto de como se cría el ganado o de las formas que adopta la pesca, como del lugar que ocupan en la mesa y la frecuencia de sus apariciones. El modelo actual ha dejado de ser sostenible; hay que cambiar el discurso, y aplicarlo.

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