Los tiempos de la cocina

La cocina genera sentencias cada día. Miremos por donde miremos, las encontramos de todos los colores, formas y tamaños imaginables. El día del cebiche, por poner un ejemplo, proporcionó extraordinarias oportunidades. Cada quien lanza una verdad inamovible. Pocas o ninguna coinciden, pero en eso consiste el mundo de los sabores, que también es el de las emociones: nunca contentan a todos, pero siempre ofrecen algo que compartir. Un matiz, una sensación, un recuerdo o tal vez una querencia. La cocina se desvela como una verdad universal en la que nadie cree de la misma forma.

Hablando de sentencias, aquí va una. Los platos no pueden ser prisioneros del día en que nacieron; más bien son hijos del tiempo que les toca vivir. Lo demuestra el cebiche. Siempre voluble y cambiante, es el plato con mayor capacidad de adaptación del recetario peruano y, al tiempo, el que más fundamentalistas congrega a su alrededor.

Cuentan de culturas del norte tratando el pescado con el jugo del tumbo, de incas repitiendo la experiencia con chicha y de muchas cosas más. Se escribe de orígenes, se habla de evolución, del plato más avanzado, innovador y dinámico de nuestra cocina, y se acaba exigiendo respeto por la tradición. Y así sucede. El cebiche encarna el homenaje más vivo e intenso a la cocina sin prejuicios y de alguna manera a la fusión total: nunca dejó de cambiar a lo largo de la historia. Pocas fórmulas han sido tan infieles a sus orígenes y al mismo tiempo tan abiertas y tolerantes. En torno al ají y al pescado como elementos conductores abrió la mano para definir su naturaleza. Incorporó el limón, añadió la cebolla, toleró la presencia del culantro, se bañó en leche de tigre y acabó admitiendo la compañía de camotes, choclos, canchitas, chifles y papas. Abrió la puerta al cambio en el pescado –del salado al fresco, del azul al blanco-, tolerando, incluso, relaciones contra natura como -¡ay!- la invasión del glutamato monosódico. ¿Cuándo fue que el peruano decidió que su cocina necesitaba impulsores artificiales del sabor? ¿Cuándo dejó de alcanzarle con el jugo del limón, el aroma incisivo y franco del ají y el frescor del pescado?

Todo es posible en el mundo del cebiche. De su mano hemos conocido fórmulas geniales, como la que lo trasladó al mundo de los calientes, volviendo a cambiar el limón por la chicha, y la llevó a pasar por la brasa. O el espectacular cebiche de mango imaginado por Manuel Herrera en su restaurante de La Punta, en El Callao. El cebiche es un plato innovador que vive y crece cada día.

Esta columna quiere tratar más de la actitud ante la cocina que de la corrección en las fórmulas. El tema no es el cebiche sino lo que representa: la capacidad de un plato de bandera para construirse desde la tolerancia, demostrando que la cocina es el fruto de un proceso de evolución natural. Innova, experimenta, avanza, cambia y adapta llevando cada receta al tiempo que le toca vivir. En el camino, alguna queda convertida en un concepto universal; una tendencia de moda vigente en todo el mundo. Una verdad única que cambia de ropajes a la vuelta de cada esquina. Nunca es igual pero siempre es la misma: cebiche.

Hay quien interpreta los cambios en clave de respeto a la tradición y habla de traición, referida a lo que le resulta familiar. Alguna vez entenderán que la tradición no es una verdad inamovible: nació para ser cambiada, respaldando e impulsando la adaptación de cada plato al tiempo que le toca vivir. La tradición nunca estuvo reñida con la evolución; jamás se atrevió a ser sinónimo de atraso.

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