Los ritmos y las pausas

La cocina de la picantería nunca entendió de urgencias

El chuño negro molido es uno de esos platos que definen la administración del tiempo en la cocina picantera. El chuño debe molerse a mano hasta dejarlo tan fino como una harina; una tarea que exige esfuerzo y cadencia. A continuación se remoja durante un día entero, cambiando el agua de vez en cuando. Cuantas más veces se haga, mejor para el chuño, que perderá amargor en cada lavada, y para el guiso, que ganará suavidad. Antes de cambiar el agua se debe esperar a que la harina baje al fondo y forme una capa compacta. La cocina no acostumbra entender de urgencias. Luego llega el fuego, la carne, la papa… y una cocción pausada y perezosa que impulse el milagro de la transmutación del chuño en un bocado untuoso, suave, expresivo e inquietante. Es la primera vez que lo pruebo -acabo de encontrarlo en La Nueva Palomino- y se me encrespa la piel de los brazos. Un feliz descubrimiento. También un manejo ejemplar de los ritmos en la cocina de siempre. Lentitud, constancia, cadencia y pausas estratégicas dedicadas al reposo, no sé bien si rompiendo o reforzando el estricto compás que rige el movimiento en los pucheros.

El adobo arequipeño reclama tiempo desde todos los rincones del recetario, aunque cada día con menos éxito. Lo compruebo en El Inter, en lo alto del mercado de San Camilo. Como muchos otros, sustituyen el tradicional y humilde cogote de chancho por lomo. Pensaron que un corte noble mejora la presencia y, en apariencia, lo convierte en un guiso refinado, prolongando el juego de apariencias que se teje en torno a la cocina. No cayeron en las consecuencias que tiene enfrentarse a la inmensa sabiduría que entraña la cocina popular. El cogote tiene su razón de ser y estar. Es una pieza fibrosa y exige una cocción más prolongada; la necesitada por la cebolla para deshacerse en el puchero (la que encuentran en el plato se añade al final, como un adorno) y redondear el guiso. A cambio, la fibra, la grasa y la gelatina del cogote proporcionan bocados sabrosos y jugosos. Lo contrario a la sequedad del lomo. El tiempo también maneja los sabores. Incluido el del camarón, habitualmente pasado de cocción y casi siempre seco. Se salvan el sivinche de La Benita y la cola de camarón de Los Geranios.

Lo que más me gusta de las picanterías es la generosidad con que administra sus momentos. Ahí encuentro uno de los secretos de su grandeza. Todas comparten los ritmos y las pausas que marcan la cadencia de las cocinas hasta definir, una a una, sus señas de identidad.

Coman si no un plato tan sencillo -o tan complejo- como el escribano. Papa sancochada, rodajas de tomate, rocoto, aceite, sal, y el toque mágico de dos cucharadas de chicha de guiñapo –le dicen chichagre- se bastan para construir un plato notable. De ahí a la excelencia que alcanza en Los Geranios, en Tiabaya, queda un trayecto marcado por una sabiduría que se antoja eterna.

Las picanterías de hoy han cambiado; poco que ver con los locales humildes y chiquitos del pasado. Ahora muestran comedores grandes, carta prolongada y cocina depurada, establecida y reglamentada: tenemos platos picanteros y otros que no lo son. La picantería actual superó los umbrales de la pobreza para convertir la cocina en fiesta. Lo consiguen en Los Geranios, Las Nieves, La Benita, La Lucila o La Capitana. La Nueva Palomino es otra historia: espléndida versión refinada de la picantería. Como si hubieran pasado el recetario popular por el crisol de la cocina acomodada.

Todas son diferentes, pero comparten las cadencias de una cocina que se confirma eterna.

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