Los dominios del panetón

El duce sabor del olvido

El panetón Marayhuaca que me trae Armando Chang es de los que llaman la atención. La masa mezcla harina de trigo con polvo de hongos marayhuaca de Lambayeque y no muestra sabores ajenos a los que cabe esperar del típico dulce navideño. Se notan el huevo y la mantequilla junto al sabor de las frutas. En todo caso, la masa tiene un aire serio y profundo, como si expresara el peso del territorio. No es el mejor de los 17 que he probado, pero está bastante por encima de las elaboraciones industriales. No es poco, porque son legión. Un toque de personalidad y un poco de cariño en la preparación bastan para destacar.

Lo sabe bien Tomas Bances, panadero lambayecano que vende su propia marca, Minki Tanta, cada domingo en la feria Mistura de la Avenida Brasil. Hace sus propias levaduras, esponjas y prefermentos, y eso marca la diferencia; sobre todo en el de chocolate. Tampoco ocupan los primeros lugares, pero resultan muy recomendables.

Vivimos la navidad alrededor del panetón. No hace mucho de eso, pero llegó con tanta fuerza que algunos llegaron a pregonar el origen peruano de este pan dulce nacido en Italia hace más de 500 años. Perú es el tercer productor del mundo.

Conocimos el panettone con la llegada de los italianos. Eran elaboraciones artesanas preparadas casi por encargo. Todo cambio en 1950, cuando Motta lanza la producción industrial en Italia, trasladada por D’Onofrio a Lima entrados los 60. El panettone se transforma entonces en panetón, adueñándose de las navidades peruanas y provocando un cataclismo.

En apenas 40 años desaparecieron los bizcochos –como panes de chancay ovalados-, los kekes de frutas y los tamales que se comían en Lima; los buñuelos, tradicionales en Caraz, quedaron en las cocinas de algunas abuelas; en Chimbote murieron los bizcochos de pasas, o los rellenos con manjar blanco –los hacía el señor Linares; su nieta y su bisnieto siguen haciendo panecillos rellenos de manjar blanco, aunque solo por pedido-, las roscas de pasas y las tanta wawas navideñas; en Ica volaron los bizcochos navideños de los Canessa; la misma suerte corrieron los bizcochuelos de frutas bañados en miel de Trujillo, los panes dulces serranos, muchas wawas, las torrejas de yuca, los mostachones, esos buñuelos de Arequipa que parecen picarones… y no sé cuantos más.

Es como si un agujero negro se hubiera tragado la memoria colectiva de los peruanos. Así son de largas y sólidas las fidelidades gastronómicas de un país en el que se nos llena la boca diez veces por día hablando de tradición culinaria.

Nuestro nuevo amigo navideño muestra dos realidades contrapuestas. La más conocida, integrada por las producciones industriales, es bastante precaria. Pruebo una a una las marcas de referencia (Gloria, D’Onofrio, Tondino, Motta, Blanca Flor, Bauduccco…) y encuentro una mediocridad casi uniforme. Me la explica el panadero Andrés Ugaz: “casi todos usan mejoradores y premezclas; por eso casi saben a lo mismo”. Las ‘mejores’ –Gloria y Bauducco- apenas alcanzan un tono medio aceptable.

El otro es el de las elaboraciones artesanas, herederas directas de las piezas originales,

nacidas de masas madre, fermentaciones largas y pausadas y el máximo cuidado de los ingredientes. Tienen frutas en lugar de cortezas de sandía coloreadas y aromatizadas y muestran el sabor de la verdad. Me han entusiasmado los de Tanta -magnífico el de chocolate, adictivo el de frutas y mazapán-, sin desmerecer la elegancia y delicadeza del de La Bombonniere, el equilibrio del que hacen en La Nacional, y la rotunda presencia del integral de Los 7 enanos, la panadería de Chorrillos, más cercano al concepto del pan forte. Aprovechen. Solo es una vez al año.

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