Lima, Puno, Perú

Entré al Perú por Lima y empecé a conocer el país en Puno. Fue mi primer viaje a esa otra visión que define la peruanidad y no necesité mucho más para saber que acababa de caer en una tierra que divide su existencia en dos universos más que distantes, contrapuestos. Aquella visita a Puno me mostró un país que avanza a golpe de contradicciones; de todos los tipos y condiciones imaginables.

Llegado a Puno y a las planicies de Juliaca escuché mis primeras palabras aymaras asociadas a la emoción de los sabores. La primera no la olvidaré nunca. Fue tajti, el vocablo que distingue la fritura, y me llegó muy cerca del mercado de Laicacota en forma de picarón de quinua, alargado, dulce y cálido. Para encontrar los sabores de la cocina puneña tuve que entrar en los locales más humildes de los mercados, acercarme a los productores de chuño y preguntar cerca de los cultivos de quinua de Collana y Cabana, por Juliaca. Supe allí del queso frito que llaman huarcaja y del thimpo de carachi, un guiso sencillo que combina el pescado con papas, chuño y caldo, y me contaron que la trucha empezaba a ocupar el lugar del carachi del Titicaca en la mesa puneña. Un viaje después, pude empaparme del sabor agreste y terrenal de las papas mojadas en chaco que dan naturaleza a la huatia y disfrutar la tenue realidad del quispiño. Fue el principio de una ruta iniciática que transitó por el pesq’e, el chairo, la lawua de chuño blanco y el kankacho.

Durante cuatro meses viajé a muchos lugares del Perú. Recorrí con la fotógrafa Marina García Burgos los caminos de un libro que se llamó edén.pe, y algunos de ellos coincidieron con el trayecto que hoy propone Somos, aunque los hice por partes y de forma desordenada. Ni siquiera imaginaba que encontraría una realidad capaz de trastocar todos los juicios y los valores que hasta entonces había construido. Comprendí entonces que el gran tesoro de la cocina peruana no está ni en su cocina ni en los productos que la sustentan, sino en las gentes que los hacen posibles; seres que se me antojan gigantes y sin embargo viven ignorados, casi hasta el abandono.

Uno de ellos, Víctor Bengoa, me enseñó en Corire, Arequipa, la realidad de los camarones del Majes –tan diferente a como la imaginamos en los comedores de Lima- y la ingrata dureza que define la vida del camaronero. A Gliserio Sulca lo encontré casi por casualidad en las calles vacías de un pequeño pueblo de Tayacaja llamado San Cristóbal de Ñahuín, en Huancavelica, y fue una de las conmociones del viaje. Tal vez la imagen más dura de todas las que pude ver. Nunca podré olvidar la fuerza, la capacidad de resistencia y al mismo tiempo la desesperanza de este pequeño cultivador de papas huamantanga. Del otro lado, la sonrisa eterna y la vitalidad de la ayacuchana Margarita Tinoco, viviendo entre sus paltos, al margen del mundo que se abre en Lauricocha, a unos pocos kilómetros, o la luminosa realidad levantada por Santos Pineda, en su granja Bello paraíso, uno de los parajes más serenos y vitales que he visto nunca, dentro de la comunidad de Llañucancha, en los montes que rodean Abancay. Cada visita hecha, cada personaje que me abrió entonces la puerta quedó enganchado a la imagen de un producto en un paisaje en el que los sabores se mezclan con las emociones más intensas, trazando una ruta que entonces se me antojó mágica y acabó mostrándome un país que me gusta tanto que a menudo llega a dolerme.

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