Las cocinas del penal

El menú del Aquí me quedo llega en bandeja metálica. Sopa de fideos con carne de cerdo y pollo guisado con arroz blanco, arvejas (guisantes) y puré de patatas. En la bandeja, un trozo de limón y un potecito de ají, por si prefieres alegrar el plato. Total, 6 soles (2 dólares). Se sirve en un comedor de fortuna, pero está bien hecho y cuidadosamente presentado. El nombre del local muestra por donde van las cosas. El propietario es Ernesto Lescano y seguirá al frente durante mucho más tiempo del que le gustaría. El suyo es un negocio próspero que sirve a unos 60 clientes al día, pero sueña con el momento en que pueda dejarlo en otras manos.

Acabo de recorrer una docena de restaurantes. No es frecuente encontrar tantos empresarios de hostelería compartiendo el mismo deseo: poder traspasar cuanto antes sus negocios para asomarse a una nueva vida. Forma parte de la normalidad en este pequeño universo llamado Castro Castro, el segundo penal más grande de Lima. Casi 4.000 reclusos distribuidos en 12 galerías, en las que los talleres se alternan con los restaurantes, demostrando que el movimiento gastronómico peruano es un fenómeno total. Para muestra, los 19 comedores privados que operan dentro del establecimiento, o el taller de panadería y repostería San Miguelito, único negocio del penal que trabaja directamente para la calle. También venden sus dulces en carretillas acristaladas que dejan a la vista bollos de canela, tortas y alguna golosina, como la que atiende Alex Prado junto a la puerta del pabellón 4A, a un costado de la rotonda central. En la galería encuentro a Benjamín. Está bien relajado. Vende 100 raciones diarias de caldo de gallina, desayuno tradicional en la sierra peruana y es el primero que se pone en actividad. También es el primero que recoge los pucheros.

Castro Castro es una especie de torre de babel culinaria. Todas las cocinas de Perú y alguna otra latinoamericana están representadas en varias de sus galerías. En el patio, encuentro las parrillas de Selvática, instaladas bajo un toldo. Franklin Céspedes está pasando trozos de cecina, chorizos amazónicos, plátanos y pescados por la brasa. Franklin cocina al estilo de Pucallpa con dos ayudantes más y hoy prepara patarashca de sábalo —el pescado se condimenta y se asa envuelto en una hoja de plátano— y sábalo ahumado. Compite con otros dos restaurantes, El gustito criollo y El conventillo, por la clientela del pabellón.

Los negocios generan prosperidad dentro del penal. Aportan ingresos que suelen ir a las familias de los reclusos y también proporcionan empleos. Lo normal es ver a uno o dos ayudantes trajinando alrededor del jefe. La titularidad la decide la dirección del penal y es un objetivo codiciado por muchos internos.

Ye Yao tiene el suyo desde hace cuatro años. Le llaman Julio —“es el significado de Ye Yao”, bromea— y es el titular del Chifa luna. La cocina chifa es una de las más populares de Perú. Nacida del encuentro entre la cocina cantonesa y la local, está presente en cada rincón del país. En Castro Castro muestra un brillo especial. La carta tiene 15 platos. La mayoría se venden entre 6 y 8 soles, pero proponen cuatro versiones “especiales” por 10 soles. La pizarra deja claro que se sirven con sopa wantán y que están “muy pero muy richo”.

Me preparan una fuente combinada: brécol con pistachos, enrollado de pollo relleno de langostinos y conchas con salsa de hongos y holantao (tirabeque) salteado, y buñuelos de plátano con leche y sésamo. Se nota que Julio es cocinero profesional: trabajó 15 años en un chifa de Lima.

La ruta de los sabores de Castro Castro tiene muchas paradas más. La cocina arequipeña —rocoto relleno y pastel de papa— de Jochef María, el shambar —guiso trujillano de trigo y legumbres— de El rinconcito norteño, el tacu tacu con salsa de mariscos de Fiesta, el tallarín saltado criollo de Señor Limón… Todos llegan cargados de emociones muy especiales. Como todo en este pequeño universo empacado entre muros.

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