La vida de la selva tiene forma de cacao

Si la torre de Babel tuviera un equivalente agrícola, bien podría levantarse en alguno de los cacaotales que recorren la linde de la Amazonía peruana. Ya saben, el café arriba, deslizándose por las laderas hasta llegar a los mil metros y luego el cacao, consolidando la masa forestal. Cada árbol es diferente al siguiente. Se ve en los frutos que encuentro en el momento de producción más bajo del año. Unos son amarillos, otros de color violáceo, algunos muestran todos los tonos del verde, los hay alargados y rugosos y redondeados y casi lisos. Y sin embargo tienen algo en común, un hilo que teje una trama sobre este cacaotal y mantiene unido cada árbol: la calidad y el origen.

Algunos de estos cacaos son realmente buenos. Tomamos algunos y los abrimos, dejando al descubierto la mazorca de almendras envueltas en una baba blanquecina y untuosa. Separamos una almendra, la metemos a la boca y probamos el mucílago. Las emociones se repiten en la mayoría y son notables: notas cítricas, matices florales, a veces recuerdos de especias, pero siempre rodeadas de una elegancia que llama la atención. Bien tratados darán buenos chocolates.

La gran mayoría de los frutos proceden de variedades nativas. Esta y otras partes de selva ha vivido tradicionalmente aislada. Unas veces por culpa del narcotráfico, otras del terrorismo y algunas más por las dos plagas combinadas. La población ha sufrido décadas terribles, pero los cacaos quedaron a salvo, escondidos tras el muro oscuro de la Amazonía. Aquí se ocultan algunos de nuestros cacaos originales. Cerca de aquí resucitó, precisamente, el caco nacional, el gran cacao originario de Ecuador, considerado extinto desde el siglo XIX, rebautizado con el nombre de Fortunato nº 4 (ese fue, precisamente, el origen de las nuevas plantaciones: el cuarto árbol marcado en el fundo de Fortunato Colala, allá por Jaén), o el chuncho, o el cacao blanco de Piura… Y así han ido apareciendo durante los últimos dos años otras variedades de cacao nativo sin censar, casi siempre asociadas a las comunidades nativas más aisladas: awajún, wampis, lamistas, ashaninka, machiguenga o notmachiguenga.

Los actuales productores también vivieron encerrados entre las presiones de la hoja de coca y la profundidad de la selva. Tanto, que hace apenas diez años muchos de ellos ni siquiera sabían de la existencia de un mercado para el cacao. Sobrevivía, simplemente, porque siempre había estado ahí.

La plantación que recorro está a una hora de marcha de la orilla del cauce medio del Marañón, en tierras habitadas por los awajún y encierra un gran tesoro. Tajimat, una organización que trabaja en el desarrollo de esta y otras comunidades awajún, está analizando cada variedad de cacao cultivado en sus chacras. Es posible que alguno de ellos merezca ser injertado en los demás árboles para conseguir una plantación uniforme y de alta calidad. En cualquier caso, será la herramienta que impulsará el desarrollo y el crecimiento del pueblo awajún. Seguro.

El pueblo awajún vive en sintonía con la naturaleza. Lo hacía antes de la presión de la civilización, cuando se dedicaba a la caza, la pesca y la recolección, y continúa en ello ahora, en pleno cambio de tiempo hacia la agricultura. Los awajun viven un complicado tránsito hacia la modernidad. El que fuera pueblo cazador y pescador ha perdido el control de los recursos naturales. No hay nada que cazar a menos de tres días de marcha de Tenashmun y el Marañón baja cada día más agotado, casi convertido en un gigantesco estercolero. Hoy concentran sus esfuerzos en un árbol al que nunca prestaron atención: el cacaotero. Siguen un camino duro y complejo impulsado por los jóvenes y respaldado por los ancianos.

Una sociedad que vive una simbiosis casi absoluta con la naturaleza sólo puede cultivar en orgánico, respetando al máximo su espacio vital y su medio de vida. También porque los awajun son tan pobres que sería una quimera pretender comprar productos químicos para tratar sus campos. Para los awajun, el cacao es un instrumento de progreso; un camino para traspasar el umbral de la pobreza. Para su tierra, el cultivo sostenible del cacao es la clave de la supervivencia.

Todo pudo cambiar con las ayudas llegadas para impulsar el abandono de la coca, pero rara vez afectaron a sus tierras. Al fin, una bendición en un mundo en el que, aunque nadie lo supiera hace unos pocos años, también es importante mantenerse a salvo del CCN 51; el rival de los cacaos nativos, entrado a la Amazonía por el patio trasero. Así fue en Wawas. También son awajun pero eligieron el camino fácil. En el mundo del cacao, el atajo se llama CCN 51. Más productivo pero peor cotizado, más rentable a corto plazo, más resistente a las enfermedades, también más demandante y agresivo con el suelo, que acaba agotado. ¿Y su chocolate? Sin nada que lo destaque.

La escena tiene matices diferentes en casa de los notmachiguenga, que ocupan buena parte de las veintiséis comunidades nativas instaladas en torno al cauce del Sonomoro (en Pangoa, Junín). En San Antonio de Sonomoro, el cacao abre la puerta de la prosperidad. Cultivos cuidados, un espacio de secado, cajas de fermentación recién estrenadas y la capacitación promovida por un comprador peruano interesado en el valor añadido –el contenido y el significado- que estas gentes aportan al cacao.

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