La penitencia del langostino

El Mercado Central de Valencia es una joya resplandeciente. Un edificio modernista construido a principios del siglo XX, con todo el sabor de los grandes mercados europeos de la época. No importa tanto; lo más interesante aguarda dentro. Sus puestos muestran la fascinante despensa de una tierra que vive asomada al Mediterráneo. La impresionante feracidad de sus huertas, traducida en una multitud de variedades, expuestas con el mismo cuidado que el mostrador de una joyería, y el espectáculo de las especies marinas de la región.

Encuentro los crustáceos y me quedo con la mirada fija y la boca medio abierta. Nunca vi tanta variedad y tal calidad juntas. Están las gambas, de carne dulce y tierna –rojas y monumentales, blancas, alistadas…-, la increíble delicadeza de la quisquilla, chica, casi transparente, con las huevas de color azul intenso; la suprema calidad de las cigalas; su majestad la langosta; el espectacular bogavante con sus descomunales pinzas; el rojo intenso del carabinero; el cuerpo plano de las galeras o la carne firme del langostino. Algunos días las alternativas aumentan. De ahí salto a la barra del Central Bar, en pleno mercado –obligatorio si llegan a Valencia-, y pido tres gambas rojas. Son grandes, carnosas y perfumadas, y las pasan ligeramente por la plancha, dejando líquido el interior de la cabeza y apenas hecha la carne de la cola. Una explosión de sabor. Cuelgo la foto en las redes y un cocinero comenta extrañado: “¿la preparan con todo?”. Se refiere a la cabeza, el caparazón y las patas. Claro; hay que guisarlos de una pieza si se quiere obtener las mejores prestaciones.

Suelo hacer lo mismo, ya de vuelta en Lima, con el langostino o el camarón. Las razones se acumulan. La más importante es que si los descabezo me condeno a comerlos secos. La cabeza contiene la mayor parte del sabor de la pieza; también es el mejor bocado si lo dejamos jugoso, en lugar de secarlo con una cocción demasiado larga. Una sugerencia. La próxima vez que compren un langostino pescado en el mar –después del 16 de febrero, que ahora está en veda- fíjense bien como es antes de trabajarlo. Si llega bien tratado y recién pescado verán una telilla muy fina que une la cabeza con la cola. Cuando el langostino está fresco, la telilla se muestra intacta. Al romperse, deja escapar los jugos que contiene la cabeza y abre una vía para que la carne pierda agua durante la cocción y acabe secándose.

Si una telilla rota penaliza el resultado, las consecuencias se multiplican por mil cuando el langostino se cocina sin cabeza. El corte abre una vía para que la carne de la cola se muestre seca y correosa. Hay una nuevo trámite en la escala de la vulgarización definitiva del langostino: rajarlo de punta a punta para cocinarlo pelado y abierto. “Hay que retirar el intestino”, me explican. ¿Porque contiene materia orgánica? Claro que la tiene. Igual que otras especies que comemos sin prejuicios. ¿Quién raja la langosta para retirar el intestino? ¿Quién vacía el cangrejo popeye para quitarle el interior de la cabeza que es, precisamente, el contenido de su aparato digestivo y el mejor bocado? Nadie que entienda la cocina.

Si me permiten y deciden prescindir del langostino de piscigranja –hasta que lo vendan con su cabeza- les daré un consejo para la cocción. Llenen una cazuela de buen tamaño con agua y abundante sal, incorporen los langostinos –unos pocos por vez- cuando hierva y déjenlos hasta recuperar el hervor. Me los retiran de inmediato y los pasan a un recipiente con hielo, para detener la cocción interior. Luego me cuentan el resultado.

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