Nadie sabe cuantos estudiantes de cocina hay en Perú. Ni siquiera el Ministerio de Educación que al final expide los títulos. Hace seis años se hablaba de veinte, cincuenta y hasta ochenta mil, según a quien quisieras escuchar. Seguro que no eran datos reales –algún día entenderemos que la calidad de la cocina está más en el contenido del plato que en las cifras que lo enmarcan-, pero en cualquier caso se contaban por miles. Los apóstoles de la revolución peruana predicaban por entonces una nueva religión: la cocina es fuente de salvación. No aseguraban la vida eterna pero sí la prosperidad y en ocasiones la gloria. El discurso populista suele echar raíces entre quienes solo poseen ilusiones y esperanzas.
Las escuelas y los institutos de gastronomía brotaron en todos los rincones del país protagonizando un proceso milagroso. Nadie sabe quienes fueron sus promotores ni de donde salieron los miles de profesores a los que encargaron la enseñanza. Nadie preguntó por sus méritos, sus conocimientos o su capacidad para educar, del mismo modo que no hubo quien se ocupara de controlar el contenido de las curriculas. A nadie le importó. Sucede cuando la libertad de enseñanza se administra según las reglas de la muy noble hermandad de los piratas.
Coincido con la máxima de Jaime Saavedra: la enseñanza de cocina es hoy el centro de una estafa gigantesca. Estafan a los padres, quienes pagan lo que a menudo no tienen, estafan a los estudiantes, que malgastan los mejores años de su vida en una aventura sin futuro, y finalmente estafan a la sociedad. La enseñanza de cocina exige a gritos control y regulación.
La trama nace en quienes prometen la salida de la pobreza a través de la cocina sin pensar en las consecuencias del discurso. El engaño crece cuando permiten que abran institutos y escuelas de cocina por cientos sin controlar la calidad de lo que enseñan. El fraude se consolida cuando emplean a profesores sin conocimientos y no proporcionan prácticas profesionales. La trampa la cierran quienes cobran a los estudiantes el triple del sueldo que recibirán cuando se gradúen y sean profesionales. El timo se apoya en los restaurantes de alto nivel que niegan prácticas a los cocineros peruanos y las reservan para quienes llegan de fuera. El cuento se remata cuando la oferta de mano de obra es diez veces mayor que la demanda real del mercado. El pillaje se dispara cuando para conseguir trabajo debes aceptar sueldos que rondan el salario base, lo que incluye a la élite culinaria del Perú. La estafa consiste en jugar con las ilusiones y el trabajo de dos generaciones de peruanos para condenarlos a seguir en la pobreza.
El resultado está a la vista de quien se atreva a mirar. Entre todos estamos alimentando la quiebra de una generación completa de cocineros que se asoma cada día más al abismo de la decepción y el resentimiento. Ojalá algún día nos obliguen a rendir cuentas de lo que estamos haciendo con ellos.