¡Jesús, qué precios! (2)

Hace una semana pagué 78 soles en Osaka por un roll -anguila, palta y queso crema- y una Cuzqueña. Con el porcentaje del servicio se me puso el medio almuerzo en 90 soles. No fue precisamente la cerveza la que subió la factura, pero acabé pagando por un plato y una bebida en un nikei lo que hace tres años me hubiera costado una comida de tres platos en Astrid & Gastón o Malabar. En menos de tres años nos hemos vuelto completamente locos.

A estas alturas todos los saben y lo sufren: los restaurantes limeños son caros, muy caros. Lo chocante –y así terminaba hace mes y medio la primera entrega de esta serie, que prolongaré un par de columnas más- es que muchas de las minutas que pagamos en Lima no sirven para enriquecer a quienes las cobran, sino para mantener a duras penas un modelo de negocio que hace agua por muchos sitios. Algo no cuadra en la vida de nuestros grandes restaurantes: por alto que sea el peaje a pagar por quienes ocupan mesa en sus comedores y por encima del altísimo nivel de ocupación que viven, su gestión tiende a ser deficitaria. Lo normal es que ganen lo justo… o acumulen pérdidas. Algunos recurren a segundas marcas y otras aventuras para remediar el balance. El resto camina sobre el filo de la navaja. Bien extrañas son las cuentas de la alta cocina: cuanto más elevadas son las minutas, más bajos son unos márgenes comerciales que raramente llegan al 10 % de la factura.

La cocina limeña arrastra una herencia difícil de superar. Todavía se aplica la máxima, rancia pero real, que me asaltó en mi primera visita al país: “el cholo no cuesta”. Y así sigue siendo. Anclados en el pasado, los restaurantes pagan sueldos vergonzantes, casi miserables, que apenas superan el salario mínimo a cambio de jornadas interminables. El jubileo gastronómico peruano tiene aquí su gran agujero negro. Es fantástico tener 80.000 estudiantes de cocina, pero la gloria se transforma en miseria cuando nos negamos a proporcionarles un trabajo digno. Tan bajos son los costes laborales que nadie se ha planteado la optimización de las planillas. Donde un tres estrellas Michelin europeo tiene quince personas para atender a sesenta clientes, un restaurante limeño puede contar cuarenta o cincuenta, olvidando que el cocinero y el mesero cuestan poco, pero finalmente cuestan y cuando se contratan más de los debidos el coste es aún mayor.

La mezquindad es un arma con dos filos. El desmesurado aumento del precio de productos indispensables para la cocina peruana, encabezados por pescados y mariscos –la desastrosa explotación de los recursos marinos se acaba pagando-, concede un papel decisivo a los hasta ahora secundarios costes laborales. Planillas sobredimensionadas y cartas desproporcionadas son malos aliados a la hora de gestionar un restaurante. Dense un paseo por cartas kilométricas como la del mismo Osaka para entenderlo. ¿Primera consecuencia? Una cocina repleta de gente ¿La segunda? Pérdidas por deterioro de materia prima que oscilan entre el 20 y el 30 % de la mercadería. Los costes se disparan cuando tu carta es de otro tiempo: más larga que un día de ayuno.

Por si faltara algo, tienen un nuevo enemigo en su desmedida afición por los productos de lujo. El mero, el lenguado o el raquítico foie-gras amazónico son inalcanzables mientras no vuelva la cordura a la vida del restaurante. Con ellos de por medio es imposible cuadrar un balance. La calidad de la cocina y el sentido común están por delante de la suntuosidad que tanto fascina últimamente a nuestros cocineros.

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