Influencias

“No hay que aceptar las influencias, hay que conservar y desarrollar su propia personalidad”. El autor de la sentencia es el chef y súper empresario francés Alain Ducasse –17 estrellas Michelin en 22 restaurantes repartidos por medio mundo-, aconsejando a los peruanos en una nota publicada en El Comercio cuando vino a Mistura. Algunas frases más abundan en la idea -“este es el peligro en este momento: pensar que tienen que mirarlo todo”- y otras se desdicen: “Hay que mirarlas e integrarlas (las influencias) como lo hace una población”. Incongruencias al margen, las declaraciones de Ducasse son un buen motivo para hablar de la actitud de la cocina ante lo ajeno, recién cumplidos 515 años del comienzo del mayor cataclismo culinario registrado en nuestro tiempo. Todo cambió para europeos y americanos aquel 12 de octubre de 1492, cuando se abrió el mayor intercambio económico, social, cultural y alimentario que ha conocido la humanidad. Un cruce total de influencias que también inundó la cocina. El mundo conoció la papa y América descubrió el chancho y el arroz. La alimentación europea cambió con la revelación del tomate, los frijoles, el maíz, los ajíes, los camotes o los zapallos. La papa salvó a media Europa del hambre, mientras el tomate y los pimientos acabaron iluminando la dieta mediterránea. Nada sería igual para la dieta occidental sin los tubérculos, las frutas, los granos y las verduras llegados de América. Nada hubiera sido igual para las cocinas americanas sin la cebolla, el azúcar, el limón, el arroz, el chancho, la gallina, la vaca o el cordero. La cara de las selvas tropicales se maquilló con la llegada de los cítricos, el plátano o el café. Todo fue tan rápido –un par de siglos no son nada en los ritmos de la historia- que el mundo empezó a olvidar de donde llegaron las cosas para hacerlas suyas. Los italianos se apropiaron del tomate y, para compensar, los peruanos creyeron durante generaciones que el panettone o el turrón eran inventos locales. Con el intercambio de productos llegaría el cruce de influencias. Las cocinas árabes que entonces dominaban el sur de Europa dejaron una huella especial. Cedieron el escabeche, el cau cau, los anticuchos y sobre todo la repostería: el turrón, los picarones, el arroz con leche, los mazapanes o el suspiro dieron sustento dulce a nuestras cocinas. Sin despreciar la influencia judía, encabezada en Perú por dos platos que han hecho historia: el ají de gallina, secuela del manjar blanco, y el sancochado, hijo cristianizado de la adafina. Del otro lado, la papa se convierte en mil guisos ilustres, el maíz alumbra panes inmortales y platos humildes como la polenta, los frijoles se transforman en judías y se esbozan preguntas sin respuesta: ¿quién manda en el aderezo o el sofrito, la cebolla, el tomate o el ají?

 

Recién se cumplen 515 años del comienzo de un cruce de influencias culinarias que se prolongaría con africanos, franceses, italianos, japoneses y chinos en un proceso tan asentado que parece no haber existido. Sin él sería imposible explicar muchos emblemas de nuestra cocina. Sin ir más lejos el cebiche –en deuda con la cebolla, el limón y el cilantro-, el tiradito –un usuzukuri japonés adaptado a la falta de soya-, el lomo saltado, el chaufa, el anticucho, el chicharrón, el tallarín verde, la olivada… Desde entonces, la cocina peruana vive un intercambio constante de ideas, técnicas y sabores. Si añadimos la extraordinaria biodiversidad que la define encontraremos, precisamente, las claves que la han hecho grande y sobre todo diferente. Bienvenidas sean las influencias, amigo Ducasse. Las pasadas y las futuras.

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