Gaijin es un restaurante joven, con vocación creativa, raíz evidentemente nikkei y una trayectoria compartida por el equipo fundador que forman el cocinero Sergio Nakamura y Juan Oshiro, gerente del negocio. Los dos vienen de Maido, donde también trabajaron José Luis y Carlos, responsables de la sala y la barra. Las dinámicas compartidas en el pasado y la juventud del equipo son puntos a su favor, como lo es su decisión de levantar un restaurante sin oropeles, diseño estrafalario, anfitrionas recién salidas de la peluquería, cartas de infarto construidas entre elementos extraños, tipo caviar, trufa, atún rojo del Mediterráneo y otros recursos frecuentes en cocinas necesitadas de aparentar lo que nunca fueron. De haberlo hecho, se hubieran quedado fuera de lugar; acertaron donde otros se equivocaron antes.
Me asomo a la puerta, veo la barra de entrada, el comedor pulcro y sencillo, sin adornos ni concesiones, y el itamae al fondo, junto a la entrada a la cocina, y me siento cómodo; tengo la sensación de estar en un local cuerdo. Podría cambiar el orden de las barras, delante el itamae, al fondo el trago, o penar que un restaurante como ese no necesitar una barra con asientos más que pare recibir y hacer risas con los amigos… y a cambio cede el espacio de dos o tres mesas, pero esas consideraciones no vienen ahora a cuento. Lo pensaron así, lo hicieron y el tiempo dirá si acertaron. Después, si hay ingresos, tendrán la oportunidad de hacer cambios, y si no los hay importará bien poco lo que diga ahora el enterado de turno.
No es fácil encontrar hoy un local que se ajuste a lo posible y aquí sucede. Me explican que es el que se podían permitir, en este extremo tradicionalmente poco valorado de San Isidro que ahora, a la vista de las nuevas propuestas que lo salpican, parece que se anima. En este sentido, Gaijin es un restaurante de barrio. Me gusta que sea así, como me agrada notar en esta primera visita el carácter casual del negocio: un público ecléctico sin más pretensiones que pasarlo bien comiendo y una cocina que parece decidida a facilitárselo.
Todo eso hasta que llega una carta (me refiero al elemento físico, el menú) que en lugar de ayudar abre distancias; más que nada un laberinto. Tan original y tan enrevesada que casi se hace entrañable, sin que eso quite que sea, con absoluta seguridad, la carta más incómoda y retorcidamente diseñada que me ha llegado a las manos en los últimos cuarenta años. A ver como se lo cuento. La miras de frente, en sentido horizontal y puedes leer las referencias generales (entradas frías, entradas calientes, nigiris, makis, platos fuertes, postres…), luego le das medio giro en sentido vertical y la maraña de letras que decoran la enorme pieza de cartón deja ver los nombres de cada plato (navajas Gaijin, su almeja de la selva…). Finalmente, en un nuevo giro que pone patas arriba las referencias generales, aparecen los detalles de cada plato. Un ejemplo: navajas al amarillo, rocoto nikkei, ikura, togarashi y negui, ingredientes de las Navajas Gaijin, capítulo entradas frías. Le dieron (y nos hacen dar) demasiadas vueltas para llegar a eso.
No me preocupa tanto el diseño (como mucho, provocará algún esguince cervical) como el concepto. Una barra nikkei no es el escenario ideal para una carta estática. En un terreno en el que el frescor del producto y la temporalidad deben ser leyes, el camino que han tomado condena la cocina a la rigidez y penaliza la gestión. Las fluctuaciones en los precios del mar suelen perjudicar más al restaurante (y al pescador) que al intermediario, y complican las cuentas del negocio.
Lo importante es el contenido y encuentro referencias interesantes, algunas por encima de la media, como el dumpling de beterraga (la masa) relleno de asado de tira, redondeado y compacto, que descansa sobre una demi glaçe de ají panca. Lo cubren con un crujiente de beterraga y por ahí anda una espuma de choclo que apenas aporta. La gyoza batayaki se maneja en terrenos cercanos. Tienen un buen relleno de cerdo, langostinos y col a la plancha y llegan cubiertas de una finísima lámina extendida a partir de la masa sobrante de la gyoza. También merece la pena un logrado nigiri de chita con bearnesa pasada por la llama del soplete,
El cuarto bocado que destaca es un pan al vapor que han frito antes de rellenarlo con panceta de chancho condimentado con ají amarillo, hierbabuena y nabo encurtido. Tiene aire de hamburguesa y pringa las manos; un buen giro de tuerca a una cocina de aire callejero.
No es poco, aunque encuentro otros elementos de interés que necesitan algo más de trabajo para llegar a redondearse. Un ejemplo es la que llaman almeja de la selva, en la que el molusco llega adornado con una esferificación a base de ají charapita, sachatomate, y cocona -una vinagreta amazónica- que simula ser un tomate cherry y le sirve de condimento. No desentona pero plantea alguna duda en la forma de comerlo (¿todo junto en un bocado que se me antoja excesivo, o romper la esfera para mojar la almeja con esa peculiar leche de tigre?). No emociona la concha con salsa batayaqui y un panko con demasiado sabor a ajo. La pesca del día, hoy chita, se sirve con una bearnesa de chicha de jora cuya densidad y acidez la ayudan a competir con el sabor del pescado. Necesita revisar las proporciones de cada ingrediente en busca de un armisticio.
Para el final queda el tiradito de chita con leche de tigre de espárragos verdes. Le dicen tiradito midori y llama la atención por el color verde y la naturaleza del condimento, un licuado de espárrago y aceite de oliva. Junto a ellos, una espuma de queso grana padano que aporta amargor añadido al que ya tienen los espárragos y el aceite de oliva. Un solo detalle puede hacer tropezar un plato.
Por lo demás, la carta se muestra generosa en makis y rolls al uso, con predilección por el queso crema, la palta y el siempre cuestionable salmón chileno, en esa onda que enmarca el trabajo de las nuevas generaciones de la cocina nikkei, tan partidarias de dejarse llevar.