¿Empezamos con unas papas fritas?

Perú es el paraíso de las papas. Las hay para todos los usos y con todas las formas, tamaños y colores imaginables; un parque de tres mil elementos da para todo y algo más. Algunas brillan en el horno, la mayoría encuentra su medio natural en una cazuela y solo unas cuantas tienen su destino soñado en una sartén llena de aceite. Es ley natural, nadie vale para todo. Me gustan todas, pero las disfruto especialmente cuando están bien fritas. No es fácil encontrar una buena papa frita, aunque las hay, porque muchas de ellas sucumben bajo el yugo combinado del tiempo y las temperaturas. La buena cocina, humilde o elaborada, se hace grande cuando prescinde de las prisas y afina el sentido común; justo lo que puede llegar a convertir una humilde papa frita en una obra de arte. Bueno, no todas, hay mucha papa importada (sí), precortada y congelada en nuestros comedores.

La verdad está en la papa. Necesita un buen nivel de humedad y textura firme, como ofrecen la huamantanga y la papa negra. La amarilla contiene tanta agua que acabará medio deshecha, mientras las papas nativas, enteras y consistentes, muestran lo mejor de su naturaleza en una olla con agua. A partir de ahí entra en juego la lógica. El primer paso es ablandar la papa para evitar que todo desemboque en un bocado seco y desabrido. El proceso es muy sencillo y lo inventó hace siglos quien sabe qué cocinera popular: el confitado.

Aviso para cocineros sin formación básica: confitar no es cocinar un producto con azúcar. Consiste más bien en una cocción a fuego tan lento que permite extraer, sin destruirlos, los azúcares naturales que contienen carnes, aves y la mayoría de los productos vegetales. Habitualmente se utiliza algún tipo de grasa -aceite, manteca, mantequilla…- aunque puede hacerse en otro medio. Metidos en azúcares naturales, un inciso para quienes desperdiciaron su aprendizaje en alguna escuela apócrifa de cocina: la caramelización consiste en transformar los azucares obtenidos con el confitado y no se hace –tampoco esta vez, queridos míos- añadiendo azúcar sino elevando la temperatura. El saber no ocupa lugar, y además cambia los sabores.

Al grano. La papa se corta, se cubre con aceite y se confita a fuego lento sin moverla, para que no se rompa. Cuando está blanda, me la retiran con cuidado de la sartén con una espumadera, reservándola mientras suben el fuego hasta que el aceite empiece a humear. Las separamos en dos bloques y echamos el primero en el aceite humeante. Bastarán dos o tres minutos para que se cubran con una costra dorada y crujiente. No hay más que escurrirlas (mejor sobre una rejilla metálica; si lo hacen sobre un papel concentrarán el calor y la humedad y se ablandarán) y espolvorear con un toque de sal. Ojo, dije sal; en ningún momento mencioné el glutamato monosódico.

El resultado será un bocado suave, cremoso y crujiente, humilde, delicado y elegante, que representa la unión de dos mundos: las formas populares de la cocina con la sofisticación nacida de la reflexión y la depuración de las técnicas. El plato total. Nada que no esté al alcance de ningún cocinero popular.

Algunos lo consiguen, aunque son menos de los que deberían. Los hay incluso que fríen buenas papas, para darles el golpe de gracia en el camino hacia la mesa. Sucede cuando deciden servirlas en un cubilete metálico o en un recipiente estrecho forrado con papel encerado. No pensaron que el calor se concentra y humedece las papas, respetando las que sobresalen para dejar las demás blandas, lacias e inservibles. Será lo primero que suprimamos en 2016, ¿verdad? Por favor….

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