Sólo estuve una vez en el viejo local de los Cavenecia, en La Calera: un espacio coqueto y recogido en el que se administraban algunas de las viejas recetas familiares. No eran muchas, pero solían hacer brillar los ojos de los habituales. No cuadró una segunda visita hasta hace unas semanas y la alternativa era el nuevo local de Barranco, mucho más grande, mucho más luminoso, sobre el papel, mucho más capacitado para acoger la clientela que antes quedaba fuera del comedor y hacerles disfrutar. La sorpresa es que ahora no lo consiguen. El cambio de local ha venido acompañado de una multiplicación de la carta. Donde antes había unos pocos platos ahora de muestra una multitud. Donde antes la cocina trabajaba concentrada en pocos objetivos, ahora debe multiplicarse. El resultado es que la propuesta culinaria no funciona (tampoco el trato, antes familiar, cálido y directo, ahora tirando a torpe y distante). No es un fenómeno extraño en una ciudad en la que los cocineros viven convencidos de que su capacidad para hacer felices a los clientes depende del tamaño de su carta. La primera vez que me senté en Malabar encontré uno de esos listados descomunales –tanto como la actual de Maido o la de Astrid & Gastón o la de La Mar- al estilo de las cartas clásicas, con sus capítulos de pastas, arroces, ensaladas o huevos… Un disparate cuando se trata de ofrecer calidad y rentabilizar el trabajo en la cocina (algunos lo saben, existe una relación inversamente proporcional entre el volumen de la oferta y la rentabilidad del negocio; cuanto mayor es la carta, más mano de obra se necesita y más mermas se concretan en la mercadería). La reducción de la carta propició el encuentro de la cocina de Pedro Miguel Schiaffino con una claridad y una proyección que no había soñado hasta entonces. El tamaño de los locales también afecta a la cocina, aunque los empresarios del sector lo tengan claro: ande o no ande, caballo grande. Los nuevos locales tienden a ser tan grandes que se convierten en monstruos desproporcionados y difíciles de manejar. Cada vez que me siento, por ejemplo, en el comedor de Nanka y echo una mirada a ese espacio descomunal, a las más de cien sillas a la espera de clientes, a esos techos situados a ocho metros de altura… imagino el esfuerzo que deben hacer Lorena y Jason para sacar adelante un negocio que exige un 30 o un 40 por ciento más de gasto en mano de obra y muchísimo más en gastos generales (limpieza, mantenimiento, iluminación…) que cualquier otro de tamaño controlado. No es el caso, pero hay restaurantes que viven condenados por su propio éxito: cuantos más clientes acogen, cuantas más comidas sirven, cuanta mayor es su fama, menos dinero ganan o, dicho de otra forma y aplicado a otros casos, más dinero pierden. Hay restaurantes en los que el mero gesto matutino de introducir la llave en la cerradura y hacerla girar para abrir la puerta tiene un coste que amenaza la cordura del administrador y nadie se planteó al calcular la monumentalidad del espacio. Cuando entramos en un restaurante, el tamaño vuelve a ser un argumento de peso.