Lo mires por donde lo mires, comer sano y natural no sale barato. Cuando la diferencia y la escasez se dan la mano, abrimos la puerta de un universo costoso y de marcado carácter elitista. Vivimos un tiempo diferente en la historia de la alimentación y lo que hace apenas medio siglo era cotidiano y natural es hoy un objeto de culto, reservado para unos pocos. Así son las leyes del nuevo mercado alimentario.
Déjenme decir algo antes de seguir adelante: nunca en la historia comimos mejor. Ténganlo claro. Digan lo que digan y por mucho que nos quejemos. Da igual si les hablamos de la forma en que se crían los pollos, la falta de sabor de los frutos de invernadero o las consecuencias de los cultivos forzados. Lo cierto es que en ningún momento tuvo el ser humano la oportunidad de disfrutar una dieta tan amplia, variada y completa. Por muy imperfecta que nos parezca. Siempre podrá ser mejor, pero ese fue el precio a pagar cuando emprendimos la batalla contra el hambre. A su manera, la humanidad ha conseguido grandes avances en esa lucha: la masificación de las producciones agrarias y ganaderas, la ruptura de los ciclos naturales, la superación de la temporalidad de las producciones, la creación de variedades adaptadas al medio y resistente a las enfermedades… Cada victoria ha traído consigo una derrota, como las surgidas en torno a la manipulación genética y los productos transgénicos. En el camino, salimos perdiendo en otras peleas globales: la guerra de los sabores y la batalla por conservar las señas de identidad.
Ganamos tomates que viven todo el año y están al alcance de todos los bolsillos, desvestimos el pollo y los huevos de su aureola de producto de lujo para transformarlos en la fuente de proteína más popular, humilde y accesible del mercado, logramos ajíes amarillos que se muestran frescos, lozanos y dispuestos cada día del año, como si el tiempo no pasara por sus carnes. A cambio, relegamos sabores, aromas, texturas, emociones y recuerdos.
No es una historia nueva. Más bien el comienzo de un ciclo que alumbra una nueva perspectiva del mercado, vivido ya en gran parte de Europa y Estados Unidos. El mercado, como el mundo o la cocina, avanza paso a paso. Con cada nueva situación se abre un camino diferente. La democratización de la cesta de la compra crea otras necesidades: conservar, impulsar o en todo caso mantener las raíces, preservar los sabores que definen nuestra naturaleza, recuperar y poner en valor los productos tradicionales. Es un trabajo largo y costoso, reservado por lo general para los consumidores de mayor poder adquisitivo.
Hace apenas cincuenta o sesenta años, el pollo era un productos de lujo reservado para las mesas más pudientes. Hoy es la carne más asequible del mercado. Fue el logro de la cría intensiva, los piensos compuestos y algunas prácticas en las que prefiero no pensar. En el camino, desterremos los pollos crecidos en el campo al ritmo natural, alimentados con grano, olvidamos la existencia de razas y convertimos un huevo de verdad en un acontecimiento extraño. Ese pollo vuelve hoy a nuestras mesas convertido en lo que siempre fue, un artículo de lujo.
Hoy hablamos de pollos orgánicos y los buscamos como si fueran joyas de familia perdidas detrás de un cajón, sin preguntarnos apenas más. Son orgánicos y eso nos basta. Pero es el primer paso de un camino que nos llevará en poco tiempo ha hablar de razas, más tarde de su dieta alimentaria, después empezaremos a distinguirlos por el lugar donde se crían y finalmente por la mano que se ocupa de hacerlo. Vivimos el comienzo de un largo camino.