Son parte de la magia que la comida extiende sobre nuestras vidas
No recuerdo haber visto cocinar a ninguna de mis abuelas. A mi madre sí, casi cada día, pero prefiero no comentar el resultado; baste decir que durante muchísimos años dio de comer a ocho personas cada día y nos crió fuertes, sanos… y algo envidiosos de lo que comían los amigos. Sé que debería escribir lo contrario –suena mal escatimar adjetivos al hablar de un pariente cercano cuando vives justo aquí, en el epicentro del almíbar social y el floro existencial-, pero apenas guardo recuerdos culinarios de mis abuelas. Heliodora era mi abuela paterna. Todos la llamaban Helio y fue una adelantada para su tiempo: una mujer que trabajaba a principios del siglo XX. Imagino que eso ayudó a mantenerla alejada de la cocina. En la casa de Jaén –Andalucía- cocinaba mi tía y la memoria apenas se me queda en el gazpacho –sopa fría de hortalizas-, la pipirrana –una ensalada tan elaborada que lleva horas de trabajo y deja sabores imborrables, envolventes y casi eternos, como un buen beso- y el gallo que el abuelo Ismael mataba el día de su santo y la tía guisaba con vino. También guardo, miga a miga, los detalles de unos panes blancos, densos y compactos, que traían cada mañana. De la otra, la abuela Concha, también conservo sabores: sus filetes de carne picada, chiquitos y jugosos –irrepetibles; se le fue la cocinera antes de sacarle la receta-, los tomates cortados en láminas finas, al través, y condimentados con aceite de oliva y vinagre de vino, y las mollejas de cordero de leche que comía cuando pasábamos el verano en el pueblo. Ahí debió nacer mi fervor por los interiores. Es el primer bocado que busco cuando vuelvo, de tarde en tarde, a pisar las calles de Aranda de Duero, allá en la vieja Castilla. El otro recuerdo era el de las cabecillas de cordero asadas que comía con fruición, hurgando el interior con sus dedos largos y afilados. Con ella aprendí a distinguir los siete sabores que ofrece la cabeza: lengua, sesos, papada, carrillada, oreja, hocico y ojos. Con los ojos no pude nunca. La visión de mí abuela comiéndose uno me alejó definitivamente de ellos. Es lo único que me he negado a probar en toda mi vida.
Incluso los que nunca gozamos la presencia de una abuela cocinera vivimos anclados al recuerdo de los sabores que asociamos con ellas. Es parte de la magia que la comida extiende sobre nuestras vidas. También tiene mucho que ver con esos vínculos que establecemos en la niñez y nunca nos abandonan. Suceda lo que suceda, siempre están ahí, dando soporte a buena parte de lo que somos y lo que hacemos.
Tarde o temprano las madres se convierten en abuelas. Sólo es cuestión de que el tiempo y un par de leyes naturales relacionadas con la reproducción acaben dándose la mano. Mis recuerdos culinarios más sólidos se establecieron mucho después de la infancia y están vinculados a otra figura materna; la de mi primera suegra. Rosi cocinaba de tal manera que cada mañana despertaba pensando en lo que encontraría a mediodía en la mesa. Imposible olvidar su rabo de vaca con macarrones, la olla podrida o su elaborada versión de la menestra de verduras, con una salsa densa y sabrosa y la mitad de las hortalizas rebozadas y fritas. Había aprendido de su madre, Ania, en la cocina de la Fonda Mi Restaurante, el viejo negocio familiar de la calle de La Amistad, en Bilbao, y tenía una sazón –en mi otra tierra le decimos ‘mano’- que sigue presente en buena parte de mis emociones