El minestrón de Doña Techi

Goyo es un negocio abierto en un esquinazo de la plaza de armas de San José de Uchubamba. No tiene rótulo, pero todos en el pueblo lo conocen por ese nombre. Es comedor, bar, bodega y algunas cosas más. La cocina está a la vista, nada más entrar a la derecha, detrás del mostrador de la bodega. Cuatro mesas largas con manteles plásticos y un sencillo televisor completan un local que demuestra ser uno de esos espacios por los que transita la vida de tantas pequeñas poblaciones. Los calendarios cubren las paredes –Negociaciones La Leche, Comercial Pepito, Transportes y Servicios Sarita Colonia o el de la Pollería El Pollón, en San Ramón- marcando el carácter de un territorio en el que además se manejan actividades comerciales. Me cuentan que Goyo también es juez de paz de la población e intermedia en la compra y venta de granadilla y café cosechados en la zona.

En este espacio manda hoy Doña Techi, la esposa de Goyo. Llego, me siento y me sirve un minestrón que me despierta el alma. En el plato, un trozo de papa, dos tipos de macarrones –los de siempre y esos acanalados, que en Italia llaman rigattoni-, algo de zanahoria, zapallo, poro, unas arvejitas sueltas, espinaca picada, mucha albahaca fresca y un caldo ligeramente verdoso que resume todos los sabores. Es un guiso simple, franco, honesto y sabroso. Lo estoy comiendo con una sonrisa dibujada en la frente, cuando Techi trae a la mesa unos trozos de limón mandarina: verde por fuera, naranja por dentro, aromático y punzante. Unas gotas sobre el plato y saltamos a otra dimensión. Nunca dejará de fascinarme el poderoso papel de los cítricos en la cocina peruana.

El plato ha quedado limpio y dejo que la mirada se pierda por la ventana mientras pienso en la grandeza de la cocina popular. Hay unas cuantas verdades encerradas en ese plato. Sobre todo la certeza de que para componer un gran plato apenas se necesitan las dosis justas de sensibilidad y sentido común. En ocasiones, ni siquiera hace falta un gran producto. En este caso, fueron cuatro hortalizas frescas, unos fideos normales y unas hojas de albahaca para propiciar un milagro que algunos repiten cada día.

Para el siguiente plato sí que hace falta producto. Es un pollo estofado capaz de devolverme en viaje directo y sin escalas a los sabores de mi niñez y no sería igual sin uno de esos pollos, grandes como cadetes de las fuerzas especiales, que corren por el pueblo. El resto lo hacen el tomate, la cebolla, la zanahoria y las arvejitas. Salgo avisado del caldo de gallina de Doña Techi y lo dejo bien anotado para la próxima.

Había visitado San Josè de Uchubamba tres veces más antes de esto, pero nunca comí en esta casa. A partir de hoy la tengo entre mis referencias culinarias. Mi presencia tienen que ver con un proyecto, llamado Café de Curibamba, decidido a promover el cultivo del café en cinco comunidades de esta parte de la selva central –estamos en cuenca alta del Tulumayo, Jauja, a unos 60 km de trochas, huaycos y riadas de San Ramón- y a poner en valor su producción. Apenas obtuvieron 5000 kg el año pasado y la roya no dejará que este año sean muchos más, pero cada partida está rodeada de historias de vida. Algunas se conjugan, además, con cualidades llamativas. Como los cien kilos producidos por Juan Alcocer en la rebusca previa a la campaña alta. Me fascinaron su acidez envolvente y unas sensaciones que traen a la boca el recuerdo claro y franco de frutas como la ciruela. En unos días los mandamos a Milán.

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