El mercado mínimo

Tarapoto empieza a ver la luz unos minutos antes de mi llegada al mercado número 2. Donde esperaba encontrar un mercado tradicional, veo una sucesión de negocios que ocupan como veinte cuadras alrededor de la galería que da nombre al emporio. Es como un mundo dentro de otro con un lugar para todo o casi todo lo que puede ser comprado o vendido y en el que, por cierto, parece que es temporada alta de aguaje. Lo hay por todos lados. Unas veces empacada en sacos, bolsas plásticas o llenando carretillas, y otras mostrando un par de docenas de frutos compartiendo espacio con ocho kiones y un puñado de toronjas bien feas. El tamaño y las medidas abren la primera brecha en este mercado que quiere abarcar todos los ramos del comercio. Es un gran mercadeo lleno de espacios mínimos.

Bajo del mototaxi frente a un negocio de venta y alquiler de trajes de fiesta –bodas, bautizos y quinceañeras- que amplia sus actividades comerciales con un taller de tatuajes y se abre a rubros más esquinados, como la compra de celulares en uso. El resto de la se consagra a la venta de zapatos. Entre medias aparece el herbolario ‘Los misterios que curan’ mostrando retratos más bien descarnados, junto a los del ‘Menú 892’. Las fotos del tacacho con cecina, el caldo de gallina y el tallarín saltado conviven en paz y armonía con forúnculos y media docena de deformidades. Paso a paso, voy cruzando un mar de oportunidades: juguetes, productos plásticos, carpinteros, herramientas, utensilios, maquinaria, ropa, materiales de construcción, madera… y una legión de mototaxis disputando un viaje.

Encuentro la entrada a El Huequito mientras camino el Jirón Tahuantinsuyo. Compro un churro antes de entrar –masa de harina frita y azucarada, con un relleno cremoso- y lo voy comiendo mientras las vendedoras de pan –rosquitas, minúsculos panes caseros…- dibujan en el aire coreografías imposibles, agitando varas con una gasa blanca enganchada en la punta para alejar las moscas.

Los puestos muestran futas y verduras. Hay naranjas, sacha papa, dale dale, maní, cocona, charapita, frijoles chicos y medianos, ají dulce, soya en todos sus formatos, tomates, una hierba extraña de hoja grande y tonos alimonados que llaman orégano, mucha yuca y por encima de todo, el aroma penetrante, tibio y seductor del sachaculantro adueñándose de todos los rincones. También hay arroz, a paletadas, aunque el imperio de lo granos y los cereales está en los emporios de la calle. Allí los arroces se muestran como en un catálogo administrado por sacos: capirona, conquista, esperanza… En un rincón de El Huequito encuentro cientos de racimos de plátanos verdes tapizando el suelo en el camino que lleva ante una hilera de pequeñas pescaderías, como ‘Las 2 hermanas’ dedicadas a los pescados de la región.

Al salir se me cruza el aroma de unos trozos de chorizo y una lámina de cecina tumbados sobre la brasa. Junto a ellos, una montaña de pies de chancho adobados espera el turno para la venta. Al costado venden pollos, patos y gallinas. Los tienen vivos, atados por las patas, guardados en redes o en grandes jaulas sobre las que descansan algunas gallinas desplumadas y cuarteadas que muestran orgullosas sus hueveras.

A la entrada del galpón dedicado a los pescados salados, la barra de un hueco sirve los últimos desayunos del día: tallarín con chancho, arroz con pollo y algunos juane. Dentro, un festival de pescado salado en mayor o menor estado de curación, presenta el catálogo casi completo de las especies amazónicas. Es solo una muestra de lo que abarca esta especie de escaparate vivo que muestra las claves que definen la vida de Tarapoto.

Share on FacebookTweet about this on Twitter