El Mercado vive un éxito arrollador desde el mismo día de la inauguración. Las reservas (sólo hasta la 1) son prácticamente imposibles y las esperas se prolongan a la puerta del local. El nombre de Rafael Osterling y su propuesta culinaria se dieron la mano para convertirlo en local de moda. Todavía lo es, desairando cualquier teoría sobre lo pasajero de las modas o las tendencias.
Hay detalles que marcan la diferencia entre El Mercado y otros comedores. Por lo pronto, el volumen de las raciones, que permiten tomar dos platos por persona, aunque los tamaños menguan en relación inversamente proporcional al de los precios y al espacio disponible para el comensal. Es caro comer en El Mercado; más aún si se consideran las estrecheces de un espacio en el que apenas hay distancia entre mesas, propiciando el cruce de conversaciones. A nadie parece importarle. Normal, estamos en el gueto de la divinity limeña, una zona reservada para el viejo juego de apariencias que a menudo rodea la cocina: el ver, ser visto o en todo caso estar y poder contarlo. La mitad de las mesas se saludan –con sonrisas por lo general más ficticias que un billete de 39 soles- mientras la otra mitad contempla el espectáculo. ¿Y la comida? Mejor de lo esperado en un local de moda, aunque con notables irregularidades. Traducción: por debajo de lo exigible a una propuesta ideada, dirigida y controlada por un cocinero de referencia como es Rafael Osterling.
La carta es larga -muy larga, excesivamente larga- y deja lugar para lo bueno, lo no tan bueno y lo cuestionable. Sucede, por ejemplo, cuando te avisan de que no es buen día para el tiradito de pejerreyes, sugiriéndote a continuación un chicharrón con el mismo pescado. Si no está fresco para una preparación tampoco es hábil para la otra y el resultado lo demuestra: una fritura seca y poco agraciada que empasta los sabores perdidos con las cremas que lo salpican. La predilección de la actual cocina peruana por las cremas, elaboradas por lo general a partir de mayonesas, alcanza niveles superlativos en el pulpo a la parrilla. Un buen plato, sabroso, expresivo y ligeramente graso (el aceite es imprescindible para esa sugestiva combinación entre la parrilla y la fritura que proporciona la plancha asiática), que acaba perdiendo casi todas sus virtudes víctima de la maraña de hilos de mayonesa que cruzan el plato (dejaron el biberón de la mayonesa en manos de un cocinero compulsivo), desvirtuando el trabajo previo.
Me gustaron el cebiche clásico y el tiradito apaltado, preparado con concha de abanico siguiendo la línea trazada en Cantarrana. También el cebiche galáctico –tramboyo, lenguado, cangrejo, concha y crema de erizos-, un sabroso arroz Puerto Pizarro –pesca del día, concha negra y langostino- que necesita ajustar el punto de cocción del arroz y un filete de atún medido de punto, con el añadido de una fuente de verduras saltadas –berenjena, zucchini, champiñón y tomates- que me parecieron lo más redondo de la comida.
En el lado contrario, algunos platos que no son de recibo: un cebiche caliente absolutamente incomprensible –por cierto, lo anuncian con gambas y se sirve con langostinos; nada que ver entre unas y otros-, las uñas de cangrejo a la parrilla, pasadísimas de cocción y un chaufa decididamente graso. Cuando te manejas en este orden de precios, son detalles importantes. Aunque a nadie parezca importarle.
Puntuación: 13,5/20.
Tipo de restaurante: cebichería.
Hipólito Unanue 203. Miraflores. Lima.
T: 511221.
Tarjetas: Master Card y Visa.
Valet parking: sí.
Precio medio por persona (sin bebidas): 130 soles.
Bodega: Suficiente aunque cara.
Descorche: 100 soles.
Lo mejor: el cebiche clásico.
Observaciones: Cierra el lunes. No abre en las noches.