El largo camino de la anchoveta

Un tesoro que los peruanos desprecian en la cocina

La anchoveta es un cupleido, miembro de la familia de los engraulis, un clan con una decena de parientes repartidos por todos los mares (leído en Wikipedia; el conocimiento no ocupa lugar). La estirpe comparte detalles que explican su atractivo. Por ejemplo, su alto contenido en grasos esenciales, del tipo del omega 3 y omega 6, en aminoácidos esenciales o en proteínas de calidad.

Son algunas de sus grandes virtudes y también el motivo de su condena. Eso, y el hecho de que se agrupen en cardúmenes gigantescos que nadan cerca de la superficie: es fácil detectarlos, rodearlos con una red y conseguir capturas abundantes. Las grandes pesqueras la tienen entre sus víctimas preferidas desde que arrancó la explotación industrial en los cincuenta. Es abundante y tiene un próspero mercado. Todos lo saben, la anchoveta no se pesca para comer, sino para transformarla en harina que alimente la nueva ganadería del mar. Preparación para engorde de pescados en lugar de instrumento contra el hambre o recurso que ilustre la carta del restaurante. Hacen falta 6 kilos de anchoveta para obtener un kilo de harina. Se necesitan 2 kilos de harina (12 kilos de anchovetas) para conseguir 1 kilo de pescado. Un disparate obsceno.

Es difícil imponer el consumo de anchoveta en una sociedad que celebra la cocina enfrascada en sus prejuicios. “No podemos publicar un plato hecho con atún en conserva; eso sólo lo comen las empleadas”, me dijeron en una revista con la que colaboré al principio de venir a Lima. Y en eso estamos, también con la anchoveta, pasados seis años de aquello. Nunca encontré anchoveta fresca a la venta en ningún mercado de Lima; menos aún en los grandes supermercados. No creo haber dado con ella más que dos veces en la carta de un restaurante. Pura anécdota.

Me sorprende, porque la anchoveta es sabrosa y se porta bien en la cocina. El problema, me dicen, es que debe ser fresca y se deteriora rápido. Claro, como el pejerrey y cualquier pescado chico. Cuando llegó a mi cocina se comportó sin fisuras. Disfruté las anchovetas abiertas, sin cabeza ni espina, sazonadas y pasadas por harina y huevo antes de freírlas en medio dedo de aceite de oliva bien caliente; tal cual se hace en casa con las anchoas, a las que también llamamos boquerones. Tampoco me fue mal cuando las mariné unas horas en buen vinagre de vino.

La geografía peruana de la anchoveta se divide en dos. De un lado, los grades puertos volcados en la industria harinera (Chimbote, Paita, Ilo, Chancay…). Del otro, los pescadores artesanos (Pisco, Ica, Paracas…) que alimentan una incipiente industria conservera. De allí llegan las latas de sardinas en aceite (en realidad anchovetas; la ley autoriza el cambio de identidad) y de allí sale al mundo la anchoveta en salazón. No es la mejor conserva posible, pero su precio y su larga vida estimulan la demanda del mercado: es conocida como anchoa negra y la encontramos en las pizzas más populares. Algunos fabricantes regalan las anchovetas más pequeñas –no son útiles para hacer conservas- a las familias desfavorecidas de la zona. Cada vez regalan más. Cada día hay menos anchoveta útil para las conserveras.

También sucedía en Europa. Buena parte de las capturas se derivaba a las fábricas de harina para mantener alto el precio de la venta en fresco. El resultado fue que las anchoas desparecieron del Mar Cantábrico, se prohibió la pesca durante cinco años y ahora se autorizan capturas bajísimas. Además, nuestros cerdos mostraban un extraño sabor marino: carne y pescado en el mismo bocado. Algunos días me parece volver a encontrar ese peculiar gusto al comer mi chicharrón.

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