Encontré la cocina criolla antes que la canción. Solo tuve que probar un ají de gallina y enfrentarme a dos palitos de anticucho, en una esquina oscura y medio ahumada de Surquillo, para entender el concepto. El primer bocado al anticucho me iluminó los ojos con el recuerdo de preparaciones casi idénticas, comidas en los restaurantes populares de Tánger, en la costa mediterránea de Marruecos. Los mismos palitos, cortes de corazón de res calcados, y un adobo que apenas mostraba el cambio del ají panca por pimentón molido, aunque de tarde en tarde se le colaba un aire norteafricano que llevaba la sazón por el camino de la cúrcuma.
El criollismo culinario englobaba una parte de lo que me resultaba familiar en las mesas de esta nueva tierra. Con el tiempo, los sabores más conocidos fueron llegando para construir certezas: el mundo es un pañuelo en el que las sazones, las recetas y los platos se acaban encontrando. Tuve la sensación de haber dado con una segunda residencia, cercana y familiar, en el universo del sabor.
¿Saben lo mejor del ají de gallina? Que es un plato con memoria. Siete u ocho siglos de historia encerrados en un puchero y cocinados a fuego lento; un trayecto que parece no tener fin por el tiempo, las despensas y las sazones. El guiso nació judío y fue bautizado como manjar blanco antes de instalarse en el recetario cristiano y navegar al otro lado del mundo, para encontrase con el ají y estrenar vestuario. Unas comidas más tarde me llegó el sancochado, hijo directo de la adafina judía, y una parte importante de nuestra repostería; del alfajor al turrón de Doña Pepa pasando por el suspiro o los picarones. ¿Qué quieren?. La mesa peruana se viste con ropajes musulmanes cuando le llega la hora del dulce-
Hablo de cocina cuando quiero hacerlo de la música y celebrar el día de la canción criolla. No me queda más remedio, de tan cercanas que se presentan. Me contó un amigo que la música criolla nace ligada a los ritmos gitanos y africanos llegados a la colonia. Así aparecen la zamacueca -y de ella la marinera limeña-, el tondero y otros géneros. Cuando la música y la cocina se hacen criollas definen algunos territorios comunes. El de la gallina y la cuchara, por ejemplo. En una travesía por el norte me mostraron que la gallina aparece y desaparece en los pasos del tondero, bailado según los ritmos del cortejo entre gallos y gallinas. Por mucho que se persigan, parece que nunca se alcanzan… hasta que encuentran la cazuela como final compartido; tal vez en un plato de caldo de gallina, un guiso vinculado al final de juergas y jaranas. Es el segundo advenimiento de la cuchara. Concebida como utensilio culinario, multiplica su presencia cuando sale del plato para tomar protagonismo como instrumento musical.
El criollismo culinario es un gran potaje en el que bailan aromas y sabores crecidos en todas nuestras cocinas. Desde el gusto por las menudencias –el choncholí, la sangrecita, el cau cau, las patitas…-, hasta el adobo, su pariente el escabeche, o guisos como el shambar trujillano o el rocoto relleno arequipeño. La cocina criolla nace, crece y vive en los fogones de las grandes ciudades coloniales.
La música es fiesta y esta nunca escapa a la comida. También la muerte se celebra en comunión con la música y la cocina. Dos fiestas en una, enlazadas entre ritmos, sabores y tragos. Bendecimos nuestra música unas horas antes de lanzarla al recuerdo de quienes nos dejaron. Lo mostraban las escenas rodadas en el cementerio de Villa María del Triunfo para el documental De ollas y sueños.