El arroz con leche de Longinos

Longinos era un tipo recio y cabal, de los que empiezan a vestirse por los pies mientras son capaces de merendarse el mundo en dos sentadas. Le recuerdo con la mirada seria y el gesto decidido, mostrándose con los brazos cruzados, dispuesto a dominar todo lo que le pusieran por delante. No sé bien qué méritos o títulos acumulaba, pero controlaba lo que ocurría en los dominios de Maricucha; en su presencia todo se hacía al ritmo que marcaba con los ojos. Yo era muy chico entonces. Acompañaba a mi madre cuando iba de visita a la vieja casona de la tía y pasaba la tarde jugando, unas veces en uno de los patios y otras en la calle, frente al portón siempre abierto que de vez en cuando se oscurecía con la sombra de Longinos.

La hora de comer le llegaba en la mesa de la cocina, junto al personal de la casa. Se sentaba el primero frente a la cabecera, desdoblaba con cuidado la servilleta, la extendía sobre las piernas y hacía un gesto mínimo, dando la señal para que todo empezara. Los días que me quedaba a comer en la cocina hacía que me sentara a su lado, adoptándome bajo su mando protector, y cuando nadie miraba volvía la cabeza y me guiñaba el ojo izquierdo mientras insinuaba media sonrisa con un gesto que solo yo veía. Sentía por él una devoción especial que se multiplicaba ante la certeza de que yo era el único que conocía su secreto: Longinos era un pedazo de pan que se escondía tras una coraza de gestos y miradas ensayadas.

Un día al año, la víspera de Navidad, Longinos comía junto a la tía Maricucha en el comedor de las visitas. Era su día especial y se le concedía el derecho a decidir el menú, que era más bien extraño, casi frugal, como si apenas nada importara salvo el final: daba igual qué platos sirvieran, todo conducía invariablemente hasta una gran fuente de arroz con leche. Cuando le llegaba el momento hundía la mirada en la ponchera, que parecía un pozo sin fondo, y lo comía sin prisa, cucharada a cucharada, extasiado, destilando felicidad por los cuatro costados. Lo entendí el día que me invitó a probarlo. Las navidades de Longinos se vestían con el sabor del arroz con leche más maravilloso que nadie puede imaginar: suave, cremoso y elegante.

Años después, mi madre me contó que la receta llegó a la casa desde un pueblito cercano a Gijón, en Asturias, de la mano de un viajante de comercio que enamoriscó a la tía, creando algún conflicto familiar. El asunto no pasó a mayores pero la fórmula se quedó en casa.

Un día Maricucha me contó la receta. “Lo más importante de todo”, dijo, “es la leche. Tiene que ser fresca y cruda, recién ordeñada. Cuida eso, porque con leche hervida no te sale, y dale tiempo; los buenos guisos se cocinan sin prisa”. La narración prescribía un kilo de arroz, trece litros de leche de vaca, azúcar, corteza de limón y un algo de canela, aunque esas cantidades se me perdieron en la memoria. El puchero se ponía al fuego más bajo posible y ahí quedaba, horas y horas, hasta que se consumía la leche, componiendo con el arroz una crema densa, dulce y casi mágica.

Cerca de cumplir los cien años, Longinos aguanta la vida en un asilo de Sevilla fiel a su cita con el arroz con leche. Ya no es la misma receta y él lo nota (me lo dijo hace tiempo), pero mientras lo come los ojos le brillan como lo hicieron siempre.

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