Es la noche del 21 de marzo y acabo de llegar a Íntimo, un pequeño restaurante en la zona de Coco del Mar, en Ciudad de Panamá. La cocina está a la vista ante una barra flanqueada por 10 asientos. Detrás, tres mesas para cuatro comensales. Sirven un menú de seis platos, moderno y basado en productos panameños, que busca la sorpresa. Todavía son irregulares, pero el concepto merece la pena. Ninguno permanecerá mucho tiempo en la carta; hacen una cocina dinámica. Repito experiencia en Donde José, en el Casco Viejo: barra para cuatro, mesas para doce y un menú de ocho servicios. Son propuestas actuales que sintonizan con la tendencia de la cocina joven, habitual desde hace unos años en medio mundo. Locales reducidos, ajenos a las convenciones al uso: trato informal y una cocina que se adapta a los productos disponibles en cada temporada.
Tres semanas después, encuentro un restaurante parecido en Santiago. Se llama 99 y está en Providencia. De nuevo una barra larga recorre el local, separando los fogones del comensal. Espacio chico y servicio informal, mostrando la estética de nuestro tiempo. La cocina también asume compromisos y ningún plato se hace eterno en su carta, aunque me gustaría encontrar su pan con palta cada día. Siento una profunda envidia.
Las nuevas formas de la cocina llegan a mesas más tradicionales. Ahí está Salvador Cocina, local minúsculo en el centro de Santiago que representa la versión actual de la casa de comidas. Mesas rústicas y un menú reconocible que cambia cada día y permite elegir, por 12 dólares, entre tres entradas, tres platos fuertes y tres postres. Y luego están DO, en Lo Barnechea, en el Santiago metropolitano, Las Cabras, fuente de soda que reúne los sabores de siempre, o Sarita Colonia, promotor de una etiqueta -‘cocina peruana travesti’- que habla de mestizaje culinario.
Vuelvo a Lima pensando en el salto dado por la cocina chilena en menos de dos años, mientras el tiempo parece haberse detenido en los fogones de Lima. Algo serio está ocurriendo para que nos den lecciones desde lugares como Chile o Panamá. Las preguntas se amontonan. ¿Dónde están los jóvenes? ¿Cómo fue que nuestra cocina joven acabó en manos de ancianos de treinta y pocos años? ¿Qué hicimos mal?
Les cuento una historia. El programa Juntos Para Transformar, auspiciado por Fundación Telefónica y Gastón Acurio, acaba de lanzar una propuesta única en la historia de la cocina peruana: veinte becas que proporcionarán formación gratuita en algunos de los mejores restaurantes del mundo. Cubre viaje, seguro, comidas y alojamiento, además de una bolsa económica para gastos. Fue una convocatoria abierta a jóvenes profesionales y estudiantes recién graduados interesados en formarse como cocineros, panaderos, chocolateros, sumilleres o bartender. Imprescindible para acercar la cocina peruana a las puertas del futuro. Alguna categoría ha quedado desierta por falta de aspirantes. ¿Cuándo perdieron nuestros jóvenes las ganas de prosperar?
Busque por donde busque no encuentro en Lima esa cocina joven que prospera en todo el mundo. Frente a los locales chicos y manejables, persiguen espacios desproporcionados. Donde debería haber fórmulas diferentes y comprometidas, encuentro cocinas que anidan en la rutina. ¿Dónde extraviaron nuestros jóvenes la rebeldía?
Mientras el mundo mira a los productos de temporada y la recuperación de las variedades tradicionales, aquí convertimos la temporalidad en anécdota y vivimos de espaldas al productor ¿Cuántos cocineros compran directamente al agricultor? ¿Cuando decidieron nuestros jóvenes despreciar el conocimiento y el compromiso?
No veo profesionales, ni viejos ni actuales, intentando explorar caminos nuevos, o al menos diferentes, para sus cocinas. ¿Dónde dejaron nuestros jóvenes las ganas de avanzar? ¿Cuándo perdieron la curiosidad?
¿Qué nos está pasando?