Paso por el mercado de Surquillo el día antes de navidad, apurando las últimas compras para la cena de nochebuena. Ya saben que el pavo sobrante del thanksgiving day, sus sequedades y las eternas colas en el súper para comprarlo todo cocinado –disculpen la impertinencia, pero ¿cómo fue que convirtieron en emblema de la cocina navideña un plato que tantos no saben o no quieren cocinar?- no son lo mío. Buscaba más bien un pescado que llevarme al horno con su cebollita, su tomate, su pimiento, su papa laminada y su buen chorreón de vino blanco.
Lo primero que veo me inquieta: montañas de langostinos, descabezados y listos para salir camino de la olla. Se cumplen ya ocho días desde que empezó la veda que Produce promulgó hasta el 16 de febrero. En el muro de El Cevichano han colgado el cartel que anuncia la veda del camarón, que se nos va hasta el 31 de marzo -me gusta ver como se cumple en Arequipa y en Lima, y saber que el respeto se gestó en el compromiso de los cocineros, el activismo del consumidor, que denunció en las redes a quienes la infringían, y el control de la administración: todos a una- pero no está el que anuncia la del langostino.
Doble preocupación, tampoco escucharon de la veda. En realidad, sus langostinos y los de otros puestos del mercado y la inmensa mayoría de los consumidos en Perú son de criadero y viven al margen de la veda, pero me alarma especialmente que no sepan de su existencia. Deberían ser los segundos –los primeros son los pescadores- en tener noticias de ella. Es fácil distinguir un langostino de criadero de otro pescado en el mar. Por lo pronto es cuestión de tamaño: mucho más chico el de criadero, que además se vende sin cabeza. El otro viene entero y la cabeza se oscurece en cuanto pasan unas horas de la captura sin que haya mediado una buena cadena de frío.
También encuentro erizos junto a las montañas de langostinos. El erizo no tiene veda oficial, pero la necesita; el Ministerio de la Producción vive en deuda con él. En Chile aplican con escrupuloso respeto la prohibición de pescarlo y consumirlo entre el 15 de octubre y el 15 de enero. La cumplen a rajatabla; nadie lo vende.
Me acaban de servir una sarza de erizos en Arequipa poco antes de acabar el año. En ese plato, seguramente glorioso hace dos meses, se muestran las razones que explican la imperiosa necesidad de la veda. El color de la carne del erizo –¿sabían que son los órganos reproductores del animal?- se ha apagado y en algunos casos es blanquecina: ese erizo estaba desovando cuando lo sacaron del mar. El consumo en esta época afecta gravemente a la reproducción de la especie.
Hay otro argumento, tan vez más poderoso, para esa legión de matarifes de mesa y mantel que pueblan nuestras cocinas e inundan los comedores, ajenos al compromiso con la supervivencia de la despensa que les alimenta. Me refiero a la calidad. En tiempo de reproducción, la carne del erizo –lo mismo sucede con el langostino, el camarón, la concha negra, el paiche y el cangrejo de manglar, que sí tienen vedas establecidas, y el resto de las especies del mar peruano, que viven ajenas a ellas- deja notar de forma clara y nítida las consecuencias tanto del desove como del aumento en la temperatura del agua; resulta seca, sosa y desabrida. Nada que ver con la textura mantequillosa, grasa y suave que muestra en invierno. ¿Qué sentido tiene comerlo cuando no conserva nada que recuerde su grandeza? Déjenlo en paz, pues.