Cuatro comidas en Santiago

Me encuentro con la cocina de Nicolás Tapia en Yum Cha como el que da con una revelación. Imaginación y trabajo al servicio de una cocina actual, eminentemente avanzada, diferente, personal y bien resuelta. Ceno con una sensación recorriéndome el cuerpo que hacía tiempo no sentía; en esta cocina ofrecen emociones. El trabajo y las ideas de Nicolás Tapia son estimulantes. No es poco cuando los que antes marcaban el rumbo en esta ciudad se regodean entre platos que acumulan ocho años en la mesa y argumentos tan manidos como demasiado sobados. El tiempo lo cambia todo y a veces no es para bien.

Lo encuentro en Providencia. Una pequeña casa de una planta con jardín, un comedor con tres mesas para dos y la barra frente a la zona de trabajo de Tapia, que controla desde allí todo lo que sucede en su negocio, empezando por la cocina. Un ayudante, la cava que hace de bodega, y a su izquierda una cocina caliente, en la que sobre todo veo woks y otro ayudante embarcado en el trabajo con el gesto y el detalle de un monje zen.

Hay dos buenas nuevas en esta casa: añadió otro comedor, lo que ayuda en la batalla por la rentabilidad y la supervivencia del negocio (sin plata no hay paraíso), y la más importante, esta cocina está muy viva. El ejercicio es simple, aunque no sencillo: en lugar de carta, un menú de diez pases y la recomendación de acompañarlos con diferentes tés. Elijo una propuesta mixta, entre tés y vinos, tanteando la ruptura y la comodidad: la tentación del vino chileno es demasiado fuerte.

La secuencia de platos muestra algunas claves. Hay querencia por las tendencias orientales y sus sabores, todo aquí está construido con delicadeza y los caldos son la base del discurso, digámosle el colchón de sabores que sustenta su cocina. Sucede con el caldo de zucchini que adorna con dashi para poner en valor su palometa con crema y semillas de zapallo, y va siguiendo la estela: la salsa con aire sichuanés -densa y picosa- del bonito en escabeche -también hay colinabo y hierbas aromáticas, creo que demasiadas, no deberían ocultar el bonito; afecta más a la visión que al sabor-, la combinación de ponzu y leche de arroz de la corvina a la parrilla, la pasta de gambas fermentadas acompañando la versión panasiática del arroz del señoret, o el caldo de repollo fermentado con mariscos que enmarca la merluza frita.

Disfruto el menú, pero me engancha un plato. Se llama locos al vapor, arvejas y cebollín con espuma de arvejas (guisantes) y resulta ser uno de los rarísimos locos disfrutables que he probado en Chile. El chileno lo tiene entre los paradigmas del lujo, aunque finalmente lo cubra con mayonesa, a menudo de bote, ocultando los escasos vestigios de sabor de un molusco (Concholepas concholepas) terso y consistente que sabe a lo que quieren sus acompañantes. Me recuerda al caracol. El fervor es tal que se han visto obligados a imponer un sistema de áreas de manejo férreamente reguladas por biólogos marinos.

El loco de Yum Cha se enriquece en dos cocciones, la segunda al vapor, que lo dejan esponjoso, confortable y con una apabullante capacidad de absorción de sabores. Casi mágico.

La cocina de Sergio Barroso se me presenta en Olam como un encuentro con la cordura, el sentido común y el dominio técnico de un cocinero que al fin se muestra en su estado natural. Ha sido un encuentro largamente esperado y voluntariamente postergado. Debía visita desde el estallido social del 19, todavía en tiempos de 040, en espera de que su cocina consiguiera desprenderse de los condicionamientos, las imposiciones y la incoherencia culinaria de su antiguo socio (por Santiago le dicen Voldemort, prefiero Conde Drácula). La cocina de Sergio ha sido la principal beneficiaria del destierro del ex -no es por tí, es por el negocio y la cocina- a los suburbios del Casino Monticello. Gracias a ello, Sergio Barroso puede mostrarse hoy como es, sin extravagancias ni ejercicios forzados.

Su cocina me parece cálida, finalmente comprensible y cercana. Desde el juego con las ostras -felizmente son de manto blanco, ganando en delicadeza y elegancia frente al amargor de las de manto negro, todavía inmaduras pero preferidas por el mercado local-, unas con lima y otras con caviar y una lima de la que debería prescindir por redundante, hasta la jaiba mora. servida al estilo del txangurro (el centollo vasco, preparado en su caparazón) y felizmente terminada con una holandesa de yuzu, va recorriendo terrenos que transcurren por una oferta múltiple y variada.

Disfruto un menú degustación improvisado (aquí se maneja la carta) en el que encuentro referencias de altura, como la tosta de picorocos –Austromegabalanus psittacus, dulces, elegantes, siempre fascinantes-, aunque no necesita los granos de caviar que la remontan, o la de piures. Se construyen sobre un pan abriochado, tierno y crujiente. También merecen atención el ostión (vieira, concha) de Tongoy, carnoso y consistente, y un atún preparado al estilo del tataki, con caldo de jamón ibérico y palmitos braseados que despeja cualquier duda. Las que puedan quedar desaparecen con el dumpling de locos con caldo de locos y costilla de cerdo ahumada. Las almejas julianas al pil pil, las croquetas y los arroces agregan cordura a una propuesta que hace olvidar la ramplonería del espacio, con aire de salón de té de viejo templo del pop art.

El trabajo de Carlos Venegas me congracia con Naoki, borrando el recuerdo del que conocí hace unos años, más preocupado por aparentar que por cocinar, con las correspondientes concesiones al esperpento -llegaron a caerme dos pipetas del cargante y estridente aceite de trufa falso en un solo nigiri: el tótem de los cocineros sin alma- y al autobombo. La segunda visita del curso me confirma una cara muy diferente a la del viejo local. Afortunadamente para todos -el negocio y sus habitantes, permanentes u ocasionales-, Francisca Echevarría se hizo cargo de la sociedad y puso a Carlos Venegas -gesto serio, siempre concentrado, con el aspecto que distingue a los raros cocineros capaces de pensar en la cocina hasta cuando no piensan- al frente del itamae.

Naoki se consolida como un restaurante japonés, sólido y sin fisuras visibles, sin más mistura que su idilio con la tremenda despensa marina de Chile. Algunos encuentros, como el del ulte laminado (base del cochayuyo, alga monumental) con piure son de los que rompen la cabeza. Puede ser un punto de partida. El recorrido me lleva por un nigiri uni, de erizos, en el que el arroz está a la altura y la salsa nikiri redondea, un suculento bunkan de machas y unos logrados fideos de trigo sarraceno (uni soba) cocinado en dashi y redondeados con una yema de huevo y más lenguas de erizo.

El mar tiende a monopolizar una cocina con un origen para cada producto. Las almejas, por ejemplo, vienen de la caleta de Carelpamu, pasadas por vapor de sake y mantequilla batayaki. La comida se alarga y toca otros terrenos, como la lengua laminada en crudo y pasada por la robata o una buena gyoza de setas. Empieza a ser un fijo.

La gira termina en La Calma by Fredes, definitivamente consolidado como un restaurante de culto; la cocina que debes visitar cuando caes en Santiago. El trabajo de Nacho Ovalle no se detiene: gozosas, intensas y plenas las ostras compartiendo concha con lenguas de erizo, delicadas y sutiles las almejas laminadas en crudo combinadas con tartar de corvina, elegantes y untuosos los cortes laminados del hamashi -tipo usuzukuri– engrandecidos con una lámina de sal en el centro, y fantástica explosión de sabores y texturas en un guiso de congrio que me deja pensando: caldo concentrado de la cabeza, la vejiga natatoria del congrio largamente cocida en ese caldo, oscuro y denso, y finalmente un medallón de congrio. El sabor del caldo, la textura de la carne del congrio y la impresionante sutileza de la vejiga construyen un plato que se recuerda.

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