La cocina avanza animada por la ciencia. Como si fueran el escenario de una historieta de ciencia ficción, los alimentos se mueven en espacios con aire de laboratorio para ser transformados por la acción de elementos que nunca antes habían estado relacionados con la comida: nitrógeno líquido, destiladores a baja temperatura, máquinas de vacío, congeladores por ultrasonido, filtros de algas… Todo al servicio de una cocina que alguien llamó molecular aunque ninguno de sus autores la reconoce como tal. Moleculares somos nosotros mismos y todo lo que nos rodea, incluidos los alimentos; da igual que estén procesados con las técnicas más avanzadas o tratados de la forma más tradicional. Tan molecular es la papa a la huancaína como un agua de tomate pasada por nitrógeno líquido.
La ciencia forma parte de la cocina desde que el hombre domesticó el fuego, aprendió a llevarlo en el bolsillo y lo incorporó a su relación con los alimentos. El hecho culinario vive desde entonces alimentado por una corriente de inventos, avances y descubrimientos capaces de transformar la alimentación humana a una velocidad de vértigo. Entre ellos, el juego de reacciones físicas y químicas que determinan la modificación de los productos alimenticios y su incorporación a la dieta cotidiana.
Cada comida está enmarcada por una serie de gestos rutinarios que un día fueron tan revolucionarios -insólitos, atrevidos y profundamente innovadores- como el empleo del aceite, la invención de la fritura o algo tan aparentemente anecdótico como la incorporación del tenedor al utillaje culinario. La revolución siempre aguarda al acecho en algún rincón de la cocina.
El mismo ser humano que convulsionó la forma de comer inventando la sartén o la vaporera hace veintitantos siglos, tardó mil años más en conocer las habilidades que ofrecía el tenedor, otros seiscientos en aceptar el uso de un instrumento que sufrió el rechazo de la Iglesia –estigmatizado en las prédicas de San Pedro Damián, allá por el siglo XI, como una extravagancia instrumentada por el mismísimo diablo- y no empezó a popularizarse hasta el XVI.
Tan revolucionario como el tenedor han sido incorporaciones mucho más recientes, como la olla a presión, la batidora de mano, la licuadora –por cierto ¿quién le puso el nombre?, la licuadora tritura, muele, pica y alguna cosa más, pero nunca ha licuado nada- o el microondas. Y mucho antes de eso, el gratinador, la varilla de batir… o el refrigerador. La cocina de cada día, la que rige los ritmos de los guisos familiares y las recetas más humildes, está repleta de gestos extraños y a menudo transgresores que han jugado un papel decisivo en nuestra forma de comer y en la evolución de la especie.
Lo novedoso es que hoy estudiamos la naturaleza de esos cambios, el origen y las consecuencias de los procesos físicos y químicos que los generan. En ocasiones por el simple hecho de aprender a conocer la naturaleza de lo que comemos y en otras para imitar los procesos naturales, replicándolos en avances tecnológicos. Los cocineros avanzan hoy respaldados por el trabajo de la sociedad científica internacional y lo hacen a mayor velocidad que nunca, pero sin cambiar un ápice la esencia de lo que siempre hicieron: transformar los alimentos sirviéndose del calor… o del frío.
La cocina es un gigantesco laboratorio que funciona a pleno rendimiento. Mezclamos, agitamos, calentamos, enfriamos, como se haría en cualquier centro de análisis clínico o en el set de la serie CSI. ¿La diferencia? En lugar de agitadores de placas, centrífugas o termocicladores empleamos cazuelas, sartenes, licuadoras y algún aparato más o menos exótico que nos regalamos cada poco. ¿La diferencia real? Que al final nos lo comemos.