Nada que ver con la buena cocina
Llego a La Vista, el restaurante del Hotel Marriott, atendiendo al reclamo del buffet dominical. El destino quiere que las cosas se tuerzan desde el comienzo: el tema del día es la cocina española, y la experiencia me enseñó que frecuentar restaurantes españoles lejos del país viene a ser una fuente de decepciones. Empiezo por la paella. Tiene cuatro dedos de altura y el calor empieza a pasar el arroz. Vale bien poco, pero está muy por encima del cochinillo asado: carne seca donde cabía esperarla gelatinosa y suave, piel lacia en lugar de la lámina crujiente y fina que debió haber y una inexplicable salsa de naranja. Alguien mezcló dos recetarios sin conocer ninguno. No me ha dado tiempo de llegar a la mesa cuando una docena de tunos –no confundir con el fruto- invaden el comedor. La compañía perfecta para un almuerzo de domingo en familia; la conversación queda para otro día. Los callos a la madrileña son lo mejor del trayecto, aunque, todo hay que decirlo, la receta nunca pasó cerca de Madrid. Vistos los garbanzos que llenan la cazuela, podrían ser callos a la gallega o venir en vuelo directo de Cádiz, en Andalucía. A saber. Acabados los platos españoles, repaso la hilera de fuentes. Tal vez llegué demasiado tarde al chupe y por eso los langostinos (cosas de los buffets; los productos más costosos, como el camarón, suelen quedar fuera o servirse racionados, como aquí el cochinillo y el lomo) estaban demasiado secos. La actividad de los calentadores que mantienen las fuentes a punto tiene consecuencias, prolongando las cocciones más allá de lo debido. El pescado al azafrán es otro daño colateral. Sigo por un desafortunado cordero al vino tinto, un pollo generosamente catalogado ‘a la cacciatora’ y un lomo a la pimienta que remienda el recorrido. Creo que ya he visto suficiente. Pido la cuenta y pago con mi tarjeta. He bebido una botella de agua y me piden 124 soles. La boleta incluye un 10 % de servicio, pero el camarero me sugiere que añada propina al cargo. Un detalle fascinante en un hotel de lujo: intentan cobrar dos veces el mismo concepto.
Para cuando llegué a Lima había olvidado la existencia del buffet; lo tenía como una reliquia del pasado. Me sorprendió encontrarlo armado en mi primer almuerzo miraflorino, un domingo en Señorío de Sulco –no llegué a probarlo, nuestro menú estaba cerrado- y días después en El rincón que no conoces. Teresa Izquierdo compartió nuestra mesa y debatimos sobre las consecuencias de la fórmula en su cocina. De un lado, un muestrario atractivo para el no iniciado, y del otro, un juego peligroso en el que nada llega al cliente como al cocinero le debería gustar que llegue: en su punto. Aquel día pude confirmar que el buffet convoca más tragones que comensales.
Luego llegó el Chifa Royal y la extrañeza de los mozos cuando insistía en comer a la carta, renunciando a amontonar comida en el plato. Hay muchos más, sobre todo en los hoteles. De los que conozco, el único que se salva es el sancochado del Sheraton. A partir de ahí todos comparten la misma secuencia. Los caldos y los jugos evaporan con el calor bajo las fuentes, los puntos de cocción se prolongan más allá de lo debido y los guisos, concebidos para servirse uno a uno, se mezclan en el plato desnaturalizando cada bocado. Todo se trastoca cuando la comida pasa por un buffet. Viene a ser la magnificación de las estaciones de ensaladas que todavía presiden algunos comedores limeños: todo oxidándose a la vista y sufriendo temperaturas indebidas. Nada que ver con la buena comida.