Aquel cocinero pensó. Bien pudo ser el día que se encontró frente a una gallina, colgada a un lado de la cámara, y reparó en que había algo extraño en la presencia en su cocina de un ave tan grande y al tiempo con carnes tan poco agradecidas. También pudo ser cualquier otro, pero fue aquel día preciso cuando intuyó que las presas de ese animal, dedicado a la puesta intensiva de huevos durante una larga vida –quien sabe si aquella habría llegado a cumplir diez o incluso doce años-, no debían tener tanto que ofrecer a la hora de tomar camino de la mesa como las de una gallina joven. Calculó que un ave agotada por el estrés de la puesta intensiva difícilmente tendría mejor rendimiento que un pollo, no de esos de cría forzada, sino uno de esos pollos grandes como señoritos, crecidos en libertad y dueños de unas carnes oscuras, capaces de resumir el sabor del campo en cada bocado. Entonces recordó las visitas a casa de Aurelio, aquel medio tío –en realidad primo carnal de su madre- que de chico le tenía preferencia y le invitaba cada año al banquete de su cumpleaños, siempre celebrado en torno a los restos de uno de sus gallos, y revivió una conversación repetida desde la primera vez, “Aurelio, ¿por qué no matas una gallina en lugar de un gallo y preparas ají?”, para recibir siempre la misma respuesta: “No se mata una gallina hasta que es vieja y deja de dar huevos”.
Aquel cocinero imaginó como sería un ají de pollo, en el que la carne no tuviera que sufrir una cocción tan larga que acabara deshecha en hebras y más bien seca, y dibujó en su mente la imagen de una presa entera, con la carne tierna y jugosa, llena de esa gelatina que solo tienen los pollos de campo, y al mismo tiempo con todo el sabor de un ají de gallina. Que no faltara de nada: su ají amarillo, su pan, sus nueces, su leche y su pellizco de queso, como en la receta que había visto hacer a su madre y a su abuela desde antes incluso de tener memoria.
Y después de pensar se atrevió a soñar y decidió transformar su sueño en un plato. Primero lo intentó con la gallina de siempre, pero la carne se le quedaba seca. Después hizo la prueba con una gallina joven y el plato mejoró, pero aun le faltaba ternura y suavidad al bocado. Finalmente escogió un pollo de campo, grande y bien movido, y todo fue sobre ruedas. Preparó el mismo aderezo aprendido de su abuela, cambió la gallina por aquella carne cortada en presas, las trabajó con el resto de los ingredientes, tapó la olla y la mantuvo a fuego bien lento hasta conseguir lo que buscaba.
Aún así, aquel cocinero caviló un ratito más y sospechó que podía llegar más lejos. Volvió a la cocina, envasó al vacío otra presa de pollo y la guisó durante horas a baja temperatura. Tuvo que hacer muchas pruebas hasta que, al fin, creyó haber llegado al final del camino.
Cuando aquel cocinero apagó el fuego, pasó el guiso al plato y lo probó, sintió que una lágrima le quedaba prendida en la línea de los ojos y comprendió que aquella tarde había dado sabor a un sueño. Todavía faltaba algo. Tomó el plato, lo llevó a la mesa de su madre, se la dio a probar y nada más cerrar los labios sobre el primer bocado, ella, Juliana, entornó los ojos y sonrió.