Amor, erotismo y sensualidad

Recetas para el día de San Valentín

Leí un día que el caviar era un potente afrodisíaco; tal vez por la altísima carga de proteínas que incorporan las huevas del esturión. No tengo claro que la relación causa efecto sea real, pero doy por cierto que el caviar era el principal soporte de la dieta aplicada a los soldados británicos heridos en la contienda que mantuvieron a comienzos del siglo XX en tierras afganas. Y con ella conseguían sanar de sus heridas. Eran otros tiempos y el caviar tuvo que esperar a la revolución rusa para convertirse en mito culinario y erigirse entre los emblemas vivos de la cocina más estimulante. Para mí que eso tuvo más relación con el precio que con la propia naturaleza del caviar.

En medio mundo, las ostras representan el paradigma de los alimentos más incitantes. Por extensión, el marisco recoge el testigo allá donde las ostras son menos habituales. Por tierras americanas, los guiños se acentúan cuando es un guiso de mariscos el que cae por la mesa. Desde esta perspectiva, la fosforera venezolana o nuestra parihuela definen la antesala de la seducción.

Y con las ostras, el champagne. ¿Qué otro podría ser si no? Este vino encarna como ningún otro la imagen de la fiesta, la seducción y la sensualidad. También la del lujo, inalcanzable para la mayoría justo en los tiempos en que se gestan las leyendas (todavía en esta Lima que ofrece los espumosos más sencillos a precios de joyería de alto standing).

Luego apareció el chocolate, no sé bien por qué asociado a las fresas, pero ahí se muestran los dos, enganchados en pareja al estereotipo de la sensualidad inducida. A lo largo de la historia, el chocolate ha vivido implicado en muchas emociones, también al estímulo sensorial, y si preguntara seguro que algún nutricionista me explicaría las fórmulas químicas que determinan esa parte de su naturaleza. Dudo, sin embargo, que esa misma ecuación pueda aplicarse a las mezclas de chocolate que acostumbramos usar. Hay tan poco cacao en esas recetas que seguro necesitaríamos trasegar dos o tres kilos de producto antes de notar algún efecto. Y me temo que sería demasiado tarde. Hace una semana encontré en Londres la propuesta estrella de Godiva –emblema del lujo chocolatero europeo- para San Valentín: una chupeta en la que una sucesión de hilos de chocolate rodean una hilera de fresas hasta darle, precisamente, forma de falo. Del estímulo erótico a la representación explícita sólo hay un paso.

Llega San Valentín y toca hablar de amor. A no ser que, como decía el título de una película de los 90, todavía hablemos de amor cuando en realidad queremos decir sexo. Es una fecha para la sensualidad y todo lo que en algún momento de la vida se nos ha pasado por la cabeza que puede estimularla. En un día como este, quien más quien menos mira con el rabillo del ojo la lista de las pócimas, preparaciones y productos afrodisiacos. Algunos prefieren inclinarse por el color, tiñendo de rosa todo lo que se mueve y gran parte de lo que se come.

En todo caso, el amor, o el enamoramiento, es una circunstancia que suele manejarse entre manteles. Bien mirado, el mantel no es más que una sábana chica que protege la mesa en lugar de arropar la cama: el mejor enlace entre dos mundos que de una forma u otra siempre acaban unidos. No creo tanto en los productos afrodisíacos como en la actitud de quienes los consumen. Al final, bastan un par de bocados compartidos para abrir la puerta de un mundo fantástico, iluminado por las emociones más intensas. Coman lo que coman, la noche será suya.

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