Un amigo es Iñaki Oyarbide. Todavía es, sigue siendo, aunque acaba de morir en Madrid. Nadie se va nunca del todo. Compartimos muchas cosas en los últimos treinta años: encuentros y también distancias, días de risas y otros de caras largas. Sobre todo comimos y convivimos la cocina y muchas de las emociones que giran en torno suyo. Llegué a él a través de su padre, el gran Jesús Oyarbide, la primera persona que me acogió para enseñarme una parte de lo que sabía. De su mano entendí lo que realmente era la alta cocina. Me hicieron un hueco en la mesa familiar del viejo Zalacaín, a la que se podía entrar sin americana y sin corbata por la puerta de la cocina, y en la de la oficina de Príncipe de Viana, al otro lado del bar.
La última vez que hablé con Iñaki fue en enero pasado y lo hicimos por teléfono. Fui a verle a La Chelo, el restaurante que abrió unos meses antes en Madrid, pero andaba enfermo en casa. Llamó por teléfono para organizar el menú y luego, al final, para comentar la comida. Volví a Lima unos días después y no hubo ninguna oportunidad más. Murió ayer, en la distancia.
Le siento cerca. Tal vez más cerca de lo que lo sentí en los últimos tiempos. El momento de la muerte acorta las distancias. Pienso en él y en mi amistad con unos cuantos puñados de cocineros. No son tantos como piensan, pero algunos de ellos son los mejores amigos que he tenido y todavía tengo. Van y vienen, aparecen y desaparecen, pero siempre están ahí. Nunca fue una relación fácil: mi trabajo es de los que abren brechas en la fraternidad. Mis amigos están acostumbrados a las críticas: siempre las piden, aunque prefieren escucharlas en privado, y las agradecen. Cuando se hacen públicas, la amistad entra en periodo de prueba. Unos entienden que las críticas son una forma de mostrar la amistad y ayudarles a avanzar. Otros las ven como una agresión que solo deben sufrir los demás y rompen amarras.
Sólo hubo dos veces en las que una crítica hizo que intentaran cerrarme la puerta de un restaurante. Las dos veces ha sucedido con amigos. Los dos debieron acostumbrarse a verme en su comedor. Una fue hace muchos años y seguimos siendo buenos amigos; nos vemos cada vez que voy a Madrid. La otra es más reciente y todavía está por resolver. Sucederá: la amistad puede con todo.