Algo pasa en Santiago… y no es muy bueno

Amanezco en un Chile extraño e inesperado, en cuyos restaurantes se habla más de una crisis difícil de adivinar que del momento que viven sus cocinas. Nadie lo diría, pero muchos insisten en que no es buen año, hablan de una caída de la facturación entre un 20 y un 40 % en el comercio de algunas comunas y los restaurantes van por ahí. Los clientes reducen el consumo y la frecuencia, aunque nadie se pregunta el motivo. Tal vez sea culpa del estado de unas cocinas que hace dos años crecían con el dinamismo y el trabajo, y hoy sufren la dejadez y la distancia que llevan al estancamiento. Cinco días y trece restaurantes después, la idea es recurrente; en muy poco tiempo se olvidaron demasiadas cosas. También pueden influir unos precios que en casi todos los terrenos culinarios superan los de algunas capitales europeas, aunque esa no es una exclusiva de Santiago. Los 100 dólares por comensal –solo comida; los vinos van aparte y pueden duplicar la factura- son parte de la normalidad de la llamada alta cocina en Lima, Buenos Aires, Quito, Ciudad de México o Bogotá. Tampoco es raro que la cifra se supere con creces y acabe saliendo a cuenta cambiar de rumbo y pagar un vuelo para visitar restaurantes en Lisboa, Madrid o Barcelona.

La crisis real está en Argentina, al otro lado de la cordillera, y se muestra con toda su crudeza en las calles de Buenos Aires, donde la lucha por la supervivencia de los negocios y la batalla por el cliente se llevan hasta las últimas consecuencias. La élite repite los precios de Santiago, aunque hay descuento si pagas en efectivo (las tarjetas están entre los demonios de la inflación). Y sin embargo veo cocinas más solidas que nunca. Puede que estén acostumbradas a crecer en momentos adversos, o que hayan entendido el valor del trabajo como arma para la resistencia. Sería bueno identificar las claves y compartirlas con tanto cocinero que circula sin rumbo por la región.

De vuelta en Santiago, me inquieta la deriva que han tomado los mismos profesionales que dos años atrás encabezaban el movimiento culinario mas estimulante de Latinoamérica. Encuentro los restaurantes que antes marcaban el paso en plena resaca de la eterna juerga en la que viven, más preocupados por celebrar su genialidad y conquistar los votos que consoliden sus privilegios en las listas, que por el contenido y la altura de lo que sirven a sus clientes. La primera alerta llega con los problemas conceptuales y las lagunas técnicas que empequeñecen la cocina de 99 hasta un nivel que me resulta desconocido, marcado por un servicio desnortado y dos platos, el raspadito de pescado y el guiso de pantrucas, que nunca debieron estar en la carta y mucho menos llegar a la mesa.

El recorrido muestra lo que no me hubiera gustado encontrar. La cocina sincopada y errática de La Salvación anunciando una crisis –culinaria y tal vez empresarial- que se intuye inminente, o las dudas que todavía veo en el trabajo de Sierra, cuya decisión de desarrollar toda su propuesta alrededor de la carne, sin profundizar antes en el conocimiento de los cortes, las razas y los tratamientos, le deja en territorio peligroso, a medio camino entre la nada y el infinito. Encuentro oxígeno en De Patio, pero no doy con esa chispa que antes me ponía nervioso, mientras las dudas asoman en su nuevo local, De Calle, un asiático de barrio del que esperaba más dinamismo. Recupero la sonrisa con el frescor, la precisión y el sabor dándose la mano en los pescados de La Calma, aunque vuelvo a pensar en lo lejos que llegaría si aceptara que hay vida (y cocina) más allá de la plancha. Renuncio al resto de los restaurantes de las listas. Las noticias más fiables hablan de estancamiento creativo en algún caso y un dulce dejarse ir general; no animan a ir más allá. La cocina vuelve a brillar en Polvo Bar de Vinos, un local joven, con los pies en el suelo, sin más pretensiones que hacer las cosas bien y una propuesta que ilusiona: breve, cambiante, con algunas dosis de imaginación y muy buena mano. Ojalá sirva de ejemplo.

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