Trescientas formas diferentes de mostrar el picor
El ají challuaruro es chico, fino y va teñido de tonos violáceos, llegando al morado. Por lo menos el que veo brotar de la mata que tengo delante, porque más allá encuentro otras variedades. Unas son más grandes o medianas, de color rojo, otras anaranjadas y algunas combinan el blanco con el violeta, casi por mitades. Todas son de ese ají challuaruro que todavía no puedo probar porque el clima cambiante de este verano limeño ha retrasado la maduración. Es un ají amazónico, como otros de los que tampoco había escuchado nunca y que veo crecer algo más allá, como el pucunucho. Acabo de hacer dos amigos nuevos y esto no ha hecho más que empezar. También me entero de que el pucunucho marca la cumbre del picor en la huerta peruana, por encima incluso del rocoto. Cada día se aprende algo. Ya tenía noticias del ayuyo y el malagueta pero nunca los había tenido de cuerpo presente. Están muy cerquita, a unos metros de unas cuantas variedades de charapita que por fin desvelan el misterio del color cambiante de las salsas que cada día se venden en más lugares: hay dos variedades, charapita y charapón, con colores que viran del naranja al amarillo para la primera y del rojo al verde para la segunda. Una sorpresa más en un día de aprendizaje.
El recorrido acaba de empezar y ya estoy en deuda con Roberto Ugas, el responsable del Programa de hortalizas de la Agraria de la Molina. Su insistencia consiguió arrastrarme a sus dominios, que vienen a ser los huertos de la Agraria, y ya siento que mereció la pena. El paisaje es tremendo. En esta zona en particular, donde hay cientos de matas tiñendo el suelo de verde, prácticamente hasta donde abarca la vista. Lo que más llama la atención son las plaquitas blancas que salpican la campiña, cuadradas, brillantes y con números rotulados con plumón. Estoy en el terreno dedicado a los ajíes y cada señal blanca es el testigo que referencia una prueba diferente; a veces con la misma variedad, para ver la secuencia de su comportamiento.
Es una mañana de sorpresas. El trabajo de catalogación del equipo de Ugaz ha identificado alrededor de 300 variedades de ají y casi todas crecen aquí. La mayoría proceden del norte –Lambayeque y La Libertad-, seguida del bloque de los ajíes amazónicos. Además, están los rocotos, agrupados en los capsicum pubescentes, una de las cinco ramas del ají nativo peruano. Conforme aumenta el número de variedades, llegan los nombres que nunca escuché –pacae, bombucho, de suegra, globito, matiuchu, motelito, ojo de pescado, pillis, shiushin, trompito, trueno, warimucho…- y encuentro ajíes que nunca vi, como el cacho de cabra o el cerezo triangular. Empiezo a marearme ante la magnitud del tesoro que tengo ante los ojos. Lástima que viva mayoritariamente ignorado. Apenas llegamos a emplear cuatro o cinco ajíes: panca, limos y amarillos monopolizan nuestra atención y apenas dejan sitio para algunos ajíes de uso local.
Por encima de las apariencias, la peruana no es una cocina picante. Lo que importa no es el picor, sino la capacidad de las cocineras tradicionales para domesticar la bravura del ají, obteniendo a cambio la esencia de su naturaleza: aromas, sabores, matices y paisajes. La presencia de algunos ajíes en el plato equivale a una visita turística.
En la Universidad Nacional Agraria de la Molina los han clasificado todos, uno a uno. Ahora, necesitan financiación para poder regalar un catálogo exhaustivo a la cocina peruana, que bien necesitada anda. Ojalá haya empresas interesadas en asociar su nombre a la recuperación y puesta en valor de los ajíes nativos del Perú.